En 1972, Bill Shankly, uno de los entrenadores más exitosos y respetados de la historia del fútbol inglés, se fijó en un muchacho que jugaba en Huddersfield Town, club que alternaba entre la primera y la segunda división. Necesitaba un socio para Kevin Keegan en el Liverpool y el tal Frank Worthington era el principal candidato. El mánager estaba dispuesto a desembolsar una cantidad récord por un futbolista que se había ido al descenso pero que había demostrado en las seis temporadas previas que era un verdadero fenómeno. El pase estaba casi definido cuando los médicos del club llamaron a Shankly y le recomendaron no contratarlo. El técnico dudó pero finalmente decidió abortar la operación y la transferencia se cayó. En ese momento se habló de un problema de hipertensión del atacante, pero tiempo después se supo la verdad: el “problema” de Worthington también empezaba con el prefijo híper, aunque la presión arterial poco tenía que ver: en realidad padecía una severa “hiperactividad sexual”.
La década del 70 en el fútbol inglés está repleta de historias de jugadores extraordinarios que tuvieron problemas con diversas adicciones y no pudieron llegar a su techo. Muchos ni siquiera se acercaron. Futbolistas con un talento enorme que pasaron buena parte de sus carreras en clubes menores porque no se entrenaban, salían de noche, se emborrachaban y se acostaban con una mujer distinta cada día. No habrán llegado a la gloria deportiva, pero lograron algo mucho más difícil: fueron tipos felices. Por eso, se los reivindica. No porque tomar sin control sea algo positivo, sino porque hicieron lo que sentían sin atarse a ningún mandato. Worthington fue uno de ellos.
Después de que su pase a Liverpool no se concretara, Frank no se sentó a llorar en su habitación como lo haría cualquier otro jugador. Nada de eso. Se fue a Mallorca y siguió de fiesta. Con dos suecas, madre e hija, para más datos. Cuando se acordó de regresar, firmó con Leicester City, donde jugó 210 partidos y anotó 72 goles. Worthington era un talentoso. Tenía una habilidad extraordinaria, era gambeteador, guapo, rápido y además certero en la definición. Era un verdadero fantasista y por su personalidad se convertía en el ídolo de la hinchada apenas se calzaba la camiseta de cualquier equipo. Se desempeñó en 23 clubes diferentes y no se sacó los botines hasta los 42 años. Vivió mucho de noche, pero también jugó mucho de día.
“Es el George Best de la clase trabajadora”. Así lo definió Ian Greaves, su entrenador en Huddersfield y en Bolton, uno de los hombres que mejor lo supo entender. La frase es muy fuerte, pero la verdad es que no se entiende mucho, ya que Best no era un tipo de clase alta ni mucho menos. Sin embargo, está claro que Worthington no llegaba al nivel futbolístico del gigantesco George. Aunque sí a su nivel fiestero. No es difícil pensar en alguna noche en la que estos dos locos se hayan cruzado en un pub con una cerveza en una mano y una rubia en la otra.
“¿Cómo le ibas a dar ordenes a un jugador capaz de hacer las cosas que hacía él con el balón?”. Greaves sufrió la indisciplina de Worthington en los entrenamientos y en los partidos, pero sabía que debía dejarlo vivir porque era el hombre clave en la estructura de su equipo. Es extraño utilizar la palabra estructura cuando se habla de un futbolista de vida caótica tanto dentro como fuera de la cancha. Sin embargo, esos son los que hacen que la táctica tenga sentido. Sin los desobedientes, el fútbol no sería lo que es. Y Worthington era un fenómeno porque así había nacido. No le interesaba entrenarse ni hablar de los rivales. Sólo quería la pelota.
Mientras jugaba en Leicester, este fanático de Elvis Presley fue convocado a la Selección de Inglaterra y hasta le marcó un gol a Argentina en un amistoso. Sólo disputó ocho partidos internacionales, ya que la llegada del pragmático Don Revie le cerró las puertas del equipo nacional. “No tengo tiempo para entrenadores como Don Revie o Graham Taylor. Parece que sólo les preocupa eliminar el talento individual”, afirmó nuestro héroe tiempo después. Es que a Worthington, como a todos los amantes del fútbol en serio, le importaba mucho más jugar que ganar. Jugaba para ganar, pero en ese orden.
En 1977, Greaves lo contrató para Bolton Wanderers y allí marcó uno de los goles más hermosos de su carrera, el que acompaña esta nota. En un partido ante Ipswich Town, tomó un balón de espaldas al arco, en la medialuna del área. Hizo tres jueguitos y en el tercer toque se la pasó por arriba de la cabeza a sus cuatro marcadores. De sombrerito. Sin que caiga, sacó un zurdazo que se metió abajo. Fue una obra de arte. Cuando marcó ese gol tenía ya treinta años y era un hombre serio: “En vez de salir siete noches a la semana, ahora sólo salgo seis”. Eso le alcanzó para coronarse como el máximo artillero de la primera división inglesa. Sí, así de crack era.
“No tengo tiempo para entrenadores como Don Revie o Graham Taylor. Parece que sólo les preocupa eliminar el talento individual”
Luego de sus dos temporadas en Bolton, comenzó un derrotero por más de quince clubes del ascenso inglés. Sólo en uno – Tranmere Rovers- jugó más de cincuenta partidos. El hombre viajaba por todo Inglaterra con su talento y con sus ganas de divertirse a cuestas. Muchas veces, ambas cosas chocaban y no le permitían mantenerse demasiado en un club. Sin embargo, contratarlo era irresistible para cualquier dirigente, por todo lo que generaba su figura. Se retiró a los 42 años en Halifax Town, el mismo equipo en el que habían jugado su padre y sus dos hermanos. Así, cerró su carrera cumpliendo el mandato familiar.
“Sólo me arrepiento de una cosa, de no haberme tomado las cosas más en serio para ir a Liverpool. Allí, mi único techo habría sido el cielo”, afirmó Frank en su autobiografía, un libro muy recomendable en el que cuenta con la misma gracia sus proezas en las canchas y también en los dormitorios. La frase que puede resumir un poco su caótica vida es: “Nunca he sido lo que se dice un ángel, pero no hay nada que haya ido antes en mi vida que el fútbol”.