En los años sesenta, la autoestima de Brasil estaba por las nubes, exactamente a la inversa de lo que ocurría con la Argentina. Campeones en Suecia 1958 y en Chile 1962, nuestros queridos socios del Mercosur se perfilaban como los nuevos dueños de la pelota, de la mano de sus asombrosos mulatos, entre los que se destacaban Garrincha y Pelé.
Los argentinos, por el contrario, habían pasado a cuarteles de invierno tras la debacle de Suecia y una insulsa escala en el Mundial siguiente. Algunos conspicuos futbolistas, como Amadeo Carrizo, habían desistido de participar en el plantel nacional luego de la herida narcisista infligida por Checoslovaquia.
Así que cuando el imbatible Brasil armó la Copa de las Naciones, en 1964, Argentina no figuraba en la lista de invitados. Sólo lo más granado del planeta deportivo como Inglaterra, patria natal del balompié, Portugal, donde descollaba Eusebio, quien sería una gran estrella en el Mundial del 1966, y la Unión Soviética. Pero a último momento se bajaron los soviéticos (los bajó la flamante dictadura brasileña, mejor dicho), campeones olímpicos de 1956 y de Europa en 1960, entre quienes sobresalía la Araña Negra, Lev Yashin, el arquero. Y se le abrieron las puertas al trémulo team conducido por José María Minella, DT hoy convertido en estadio.
En contra de todos los pronósticos, la Selección, una mixtura de aguerridos combatientes como el Cholo Simeone (el original) y Antonio Rattin, más algunos jóvenes de buen pie como Rendo y Ermindo Onega, arrancó ganándole a Portugal 2-0. Luego volvería al triunfo ante el orondo dueño de casa y frente a Inglaterra, por lo que se consagró campeón con el arco virgen, despacho que atendía nuevamente el gran Amadeo.
Semejante campanazo contribuyó a la consagración de algún tapado como Roberto Telch, pero no obró para corregir las fobias argentinas. De hecho, al Mundial de 1966, el seleccionado viajó a las órdenes del ultradefensivo Juan Carlos Lorenzo (también entrenador en Chile), a laburar resultados, con la consigna prioritaria de no sufrir vergüenza. A pesar de que Argentina contaba con un plantel de jerarquía.
De todas maneras, ese no es el tema de hoy. El tema es el segundo encuentro de aquel campeonato que Brasil organizó con el único propósito de dar una vuelta olímpica delante de su público. Fue en el Pacaembú de San Pablo y el local lejos estuvo de florearse. El ídolo máximo, O Rei Pelé (Garrincha no jugó), además de no tocar la pelota, tuvo una noche de furia. Conducta incompatible con la imagen de predicador sonriente de las bondades de las corporaciones que forjó luego de colgar los botines.
Argentina sabía que, si controlaba al número diez del Santos, atenuaba el mal pronóstico que tenía el partido. Minella designó para tal función a José Mesiano, futbolista de Argentinos Juniors que salió decidido a ganarse un lugar en los anales deportivos. Con un número once ficticio entre los omóplatos, Mesiano se adhirió a Pelé como un tatuaje y lo borró de la cancha. A tal punto que, al cabo de una pared fallida (una más), el segundo mejor jugador de la historia le dio un cabezazo de nocaut.
Pelé tenía pocas pulgas, no lo amedrentaban con patadas ni con bravatas. Sabía defenderse y pegar como el que más. Sin embargo, nunca perdió el eje como aquella noche en el Pacaembú.
Desde luego, el árbitro estaba distraído y no advirtió la agresión. Sí se enteró de que a Mesiano le habían roto el tabique nasal porque tuvo que autorizar el cambio. Pero la impunidad consagrada por el referí encontró una azarosa enmienda. En lugar de Mesiano entró Roberto Telch, hasta allí de escasos antecedentes. Cuenta la leyenda que su misión era la misma, jugar a babucha de Pelé, pero Rattin, el caudillo argentino, lo mandó al ataque. “Del Negro me ocupó yo”, serenó al recién ingresado.
Telch se tomó en serio eso de ir para adelante, ya que metió dos de los goles de aquel recordado 3-0 (Ermindo hizo el primero), una de las más resonantes victorias argentinas en el clásico sudamericano. Por entonces, a nadie en las tribunas se le hubiera ocurrido pedirle a Brasil que dijera qué sentía.