Con la misma coherencia que le imprimió a su vida privada y pública, el historiador, escritor y periodista Osvaldo Bayer dejó de ir a la cancha a ver a su querido Rosario Central, dejó de seguir a la Selección y hasta de ver partidos por televisión cuando el fútbol se convirtió en un “mero negocio del capitalismo”. Ahora, recuerda a los jugadores de su niñez, los picaditos en la calle con sus vecinos del barrio de Belgrano y las chicanas con su gran amigo, el escritor Osvaldo Soriano.
–Usted es anarquista e hincha de fútbol; sin embargo, ese movimiento se alarmó a principios del siglo XX, cuando los trabajadores no asistían a las asambleas para ir a la cancha, y lo comparó con la religión bajo el lema “misa y pelota: la peor droga para los pueblos”. ¿Tuvo alguna vez contradicciones por eso?
–Primero tengo que aclarar que ya no veo fútbol, ya no soy hincha como antes, aunque sigo siendo de Rosario Central y, en Alemania, del Bayern Múnich, por mi apellido (risas). Soy de los dos porque siempre tuvieron un fútbol muy diferente: el rosarino era caminado, con mucho taquito y jueguitos criollos, y el alemán era más de pases largos y muy veloz. Pero es cierto lo que usted marca: al principio, los anarquistas compararon al fútbol con la religión, como una forma de idiotizar a la gente. Lo veían como a once tontos pateando una pelota, aunque después se dieron cuenta de que era otra cosa. Personalmente, nunca entré en contradicciones; las hubiese tenido si seguía siendo hincha en las condiciones en las que está hoy el fútbol.
–Cuando le gustaba el fútbol, ¿qué gracia tenía para usted que veintidós tipos corriesen detrás de una pelota?
–Era una especie de ballet. Cuando los anarquistas y los socialistas entendieron mejor al fútbol, lo vieron como un esfuerzo colectivo para lograr el triunfo. Eso era para mí el fútbol, arte y deporte socialista. Desgraciadamente, ahora está tan tergiversado por el dinero que no dan ganas de seguirlo, y el capitalismo fue tan inteligente que echó a perder todo, hasta al fútbol. Me acuerdo de que cuando era chico, en los años 30, junto a mis amigos nos sabíamos todos los equipos de memoria, porque los jugadores duraban diez años en el mismo club. En cambio, ¿hoy cómo te los vas a saber, si un jugador no dura ni seis meses? Entonces, cuando en 1989 terminé de escribir el libro Fútbol argentino, que fue el guión de una película, dije: “fútbol, nunca más”.
–¿Por qué?
–Porque me empezó a disgustar mucho que los jugadores no defendiesen su divisa, sino sus bolsillos, y que cambiasen de equipo sólo por dinero. Los jugadores meten goles para que les paguen una cantidad de plata. Los campeonatos mundiales perdieron toda seriedad. En el equipo francés tienen tres de ese país y ocho africanos. Ahora, en Alemania, que siempre tuvo mucho orgullo por su equipo, si llega del exterior un jugador muy efectivo, a los seis meses le dan la ciudadanía alemana, mientras que un obrero turco tiene que tener por lo menos veinte años de residencia para obtenerla.
–¿Siente que le falta algo al no tener fútbol?
–No. Me refugio en los libros, el teatro y el cine. Al fútbol lo comparo con las otras artes, como escribí en mi libro: “el fútbol es un magnífico cuento de magos, volatineros, malabaristas y hasta clowns. De titiriteros de gran proscenio. Un teatro inigualable para niños y grandes, y para niños grandes. Un encuentro humano con alegrías y lágrimas, con ruidos y espantos. El circo de la gente pobre, la misa de campaña de los solitarios que quieren sentirse acompañados por una vez. Es la humanidad en el pequeñísimo cosmos de un cuadrilátero verde”.
–Ya que menciona las alegrías y las lágrimas, ¿cómo explica la pasión futbolera?
–Es inexplicable. Al fútbol se puede ir, disfrutar y festejar los goles, pero de ninguna manera se puede llegar al fanatismo, a pelearse o matarse a tiros. Esto demuestra una gran falta de cultura que nada tiene que ver con la riqueza y la pobreza.
–¿Qué tipo de hincha era usted cuando iba a la cancha?
–Muy tranquilo, ni siquiera festejaba los goles, apenas sonreía. Esa pasión sufrida o esa pasión basada en el sufrimiento del rival es mentira, son disparates. Nunca fui de sufrir por Rosario Central, sino más era más bien de juzgar. Reconocía cuando jugaba mal y me alegraba cuando ganaba. Como tengo 83 años, me divierto diciendo que yo vi jugar al mejor de todos de Rosario Central, al Torito Aguirre, que fue mucho mejor que Maradona porque jugaba los 90 minutos. Una vez fui con Osvaldo Soriano a la cancha, hincha fanático de San Lorenzo, el club más amigo de Rosario Central, y él me dijo que yo era alemán hasta viendo partidos de fútbol. Decía esas cosas para que yo me enoje.
–¿Usted se enojaba?
–Le cuento una anécdota: cuando estábamos en el exilio, él vivía en París y yo en Berlín, y Soriano siempre me venía a visitar porque le gustaba mucho la ciudad. Se quedaba tres o cuatro semanas en casa. Un domingo, a las nueve de la noche, cuando yo estaba terminando de preparar la cena y tendiendo el mantel en la mesa, Soriano me pidió que lo dejara hablar por teléfono a Buenos Aires, ya que tenía algunas dificultades con mi editor. Le dije que sí, que claro, que llamase tranquilo. Se fue a la habitación donde estaba el teléfono y cerró la puerta. Yo hacía cálculos: “son las nueve de la noche en Berlín y las cuatro de la tarde en Buenos Aires, debe estar por terminar el primer tiempo, seguro que llama a alguien para saber cómo había salido San Lorenzo”. Salió del cuarto muy contento, se ve que San Lorenzo iba ganando. Muy bien. Una hora después, a las diez de la noche, me pide otra vez de hablar por teléfono. Y pensé: “un cuarto de hora de descanso, más los cuarenta y cinco minutos del segundo tiempo: ya debe haber terminado el segundo tiempo, quiere averiguar cómo salió el partido”. Me acuerdo perfecto que me dijo: “Osvaldo, ¿me permitís hablar otra vez por teléfono? Me quedé sin preguntarle otra cosa al editor, me quedó una duda”. “Sí –le dije–, andá nomás”. Cerró la puerta de la habitación donde estaba el teléfono y pensé: “ahora me va a tener que escuchar, ahora me voya vengar de las veces que me dijo que yo era demasiado alemán, que me tenía que aporteñar un poco”. “Aporteñate, Osvaldo”, me decía Soriano, que era muy provocador. “Ahora vas a ver lo alemán que soy”, pensé yo. Salió de la habitación muy contento, lo señalé con el dedo, muy ceremonioso, y le dije: “yo no sé cómo vos podés ser hincha de un club que lleva el nombre de un cura”. Me refería a Lorenzo Massa, el fundador de San Lorenzo. Ahí entendió que me había dado cuenta de que no quería hablar con su editor, sino que quería saber cómo había salido San Lorenzo. Se cabreó. Yo nunca lo había visto así, porque él tenía mucho sentido del humor. Pero se cabreó y me dijo que el nombre de San Lorenzo no era por el cura, sino por el Combate de San Lorenzo. Un invento. Lo volví a señalar con el dedo y le dije: “entonces es peor, sos de un club militarista”. Me mandó a la puta que me parió, no cenó y se encerró en el cuarto a dormir sin comer. Tenía mucha bronca. A la mañana siguiente preparé el desayuno, compré unas medialunitas alemanas para darle el gusto y para que se le vaya el enojo. Cuando yo tomaba el café, Soriano abrió la puerta de la habitación, no me saludó y todo somnoliento (se ve que no había dormido en toda noche pensando una venganza), me dijo: “yo nosé como vos podés ser hincha de un club que tiene como nombre el artefacto con el que rezan las viejas” (risas). Lo debe haber pensado bien toda la noche y, a pesar de que era una mentira, porque Central tiene el nombre de la ciudad, me paré, le di la mano y le contesté: “me ganaste”. Hice eso para que se quedara tranquilo. Volvimos a ser amigos.
–¿Por qué es de Rosario Central?
–Yo nací en Santa Fe y era hincha de Colón. El 1934, me vine con mi familia a vivir a Buenos Aires y cinco años después fueron admitidos, por primera vez en los torneos de AFA, dos equipos del interior: Rosario Central y Newell´s. Pero Unión y Colón quedaron en Segunda División, y no había ascenso. Entonces, el equipo más parecido y cercano a Colón era Rosario Central, por eso me hice Canalla en Primera, y en Segunda seguí siendo de Colón. Fue una decisión pensada, porque Central me gustaba mucho, me divertía porque los rosarinos por entonces jugaban caminando, al lado del vértigo que le ponían los porteños al juego. Los rosarinos eran más elegantes. Y a mí esa tranquilidad siempre me gustó, porque vengo de una ciudad en la que todavía se duerme la siesta, lo más lindo que hay.
–¿Algún familiar suyo era de Colón o de Central?
–Nadie. De hecho, la primera vez que pisé una cancha –un partido de Colón contra Unión– me llevaron mis tíos, que eran de Unión.
–Entonces usted es un contrera.
–Siempre fui un contrera y todas mis decisiones tienen un fundamento: me hice de Colón porque me gustaba cómo jugaba y porque me gustaba mucho la hinchada, que eran gauchos que iban a la cancha con alpargatas y bombachas de campo. Esa hinchada me resultaba muy simpática. En cambio, los de Unión iban a la cancha con traje, corbata y sombrero de paja. En mi familia me entendieron, porque siempre supieron que yo era un poquito loco. De Rosario Central me hice porque me gustaba, pero también porque en Buenos Aires siempre éramos minoría, y eso me encantaba. Iba a la cancha y éramos poquitos. Me gustaba eso de pertenecer a una minoría, de no ser de las mayorías, ni de River ni de Boca. Sí, en definitiva, siempre en la vida estuve del lado de los de abajo y de las minorías, y eso mismo elegí en el fútbol.
–Es poco frecuente un hincha de dos equipos o hasta de tres, ¿no?
–Es extraño, cierto. Pero piense que cuando me hice hincha de Central, los Canallas no jugaban en la misma división que los Sabaleros. Nunca sentí contradicciones. Si hasta en Alemania soy hincha del Bayern Múnich. No puedo renunciar a ser hincha de un club porque está en otro país. No hay ley que diga que uno tiene que ser hincha de un solo club.
–¿Qué siente cuando las cuestiones históricas se pretenden saldar con triunfos futbolísticos?
–Debo reconocer que cuando Maradona metió el gol con la mano de dios a los ingleses, me gustó, lo festejé, me divertí porque se trató de una viveza criolla. Un inglés no puede explicarse algo así, hubiese reconocido que lo hizo con la mano; en cambio, Maradona dijo que fue la mano de Dios, una genialidad.
–Me extraña que usted, un hombre justo, haya festejado un gol con la mano.
–Lo festejé como una cuestión de humor y porque fue contra los ingleses. Si ese gol se lo hubiese metido a otros no lo festejaba, pero a los ingleses sí, porque siempre se sintieron vencedores en todo.
–Hay muchísimos hombres en este país que se sienten doctores en fútbol ¿Qué explicación le encuentra a eso?
–Se trata de una búsqueda para no comprometerse con la realidad. En vez de hablar de política, hablan de fútbol. Y al fútbol no hay que hablarlo, hay que verlo o hay que jugarlo.
–¿Jugaba al fútbol?
–De chico.
–¿Era bueno?
–Tengo una anécdota con Eduardo Ricagni, uno de los mejores futbolistas que vi, que pasó por Platense, Boca, luego fue a Grecia y terminó en Huracán. Era vecino mío y jugábamos calle contra calle en mi barrio, Belgrano. Ricagni formaba el equipo de la calle Manuela Pedraza, y yo siempre iba a ver si entraba en su seleccionado, pero nunca entraba. Una vez faltó uno y ya estaba listo el equipo contrario. Entonces, Ricagni me hizo un gesto con la cabeza para que entrara, pero como diciendo “qué se la va a hacer, me tengo que conformar con este burro”. Me mandó al arco, obviamente. ¡Tuve esa mala suerte! Yo quería consagrarme para estar siempre en su equipo. Era mi gran oportunidad, pero resulta que los enemigos tomaron la pelota, se la pasaron al wing, que corrió, corrió, corrió, pasó a la defensa, quedó parado frente a mí y tiró un pelotazo tremendo que me dobló las manos, me pegó en la frente y yo caí sentado. Fue gol. Hubo un silencio, y cuando me paré, Eduardo me miró con un odio tremendo porque creyó que me había dejado meter el gol. Me corrió y yo cometí un error gravísimo: en vez de enfrentarlo, corrí. Y corrí más que él, porque, de hecho, no me alcanzó. Esa fue la última vez que jugué en la calle.
–¿Lo volvió a ver?
–Nunca más, y hace tiempo que no escucho hablar de él. Cuando acepté escribir el libro de fútbol argentino dije: “los voy a nombrar a todos, menos a Ricagni”. Iba a ser mi venganza. Pero, después me arrepentí y le dediqué una línea.
–Rescata, justamente en ese libro, una frase de Albert Camus que dice que el fútbol le había enseñado todo lo que creía saber en la vida. ¿Qué le enseñó a usted el fútbol sobre la vida?
–Que a veces uno se puede olvidar de los problemas cotidianos con un espectáculo, lo mismo que pasa cuando uno va al teatro o al cine. Me enseñó la alegría por el deporte, por el juego, me enseñó eso de ir para adelante, que con el esfuerzo de todos se puede llegar al triunfo, que en definitiva es una vida mejor. Me enseñó todo eso hasta que el fútbol se convirtió sólo en un mero negocio y dije “nunca más”.
*Esta nota fue publicada originalmente en el número 31 de la revista Un Caño.