Tristísima noticia. Por la muerte y por el modo de morir del Trinche Carlovich. Pensé en su indefensión, en su fragilidad, solo en el medio de la calle, ausente de sí mismo después de una paliza por su bicicleta. Pensé en su agonía inconsciente (¿es mejor no advertir la inminencia de la muerte?). Pensé en Gatica y en Pasolini: la misma desolación en brutal contraste con un nombre popular. Pensé en el maldito ladrón de bicicletas.
Me llamaron muchos periodistas, además de mis amigos. Porque hace un año publiqué un libro sobre su vida. Me ven como el biógrafo de Tomás Carlovich, título que además de sonarme exagerado no refleja con exactitud mi trabajo. Hubo un colega que hasta me dio las condolencias. Los demás buscaban mi palabra porque, se supone, yo sé, yo conozco detalles. Pero el Trinche ha sido un entrevistado escurridizo, reticente a hablar de sí mismo. Proclive a bajarle el precio a las historias fantásticas que circulan desde siempre sobre su magisterio con la pelota. Voluntariamente desmemoriado. Entrarle al Trinche, a su recuerdo, fue una carrera de obstáculos colocados por él mismo. Mitad por humildad genuina, por timidez. Mitad por estrategia: prefería que las hazañas las contaran los demás. “Hablá con los muchachos”, pedía cuando las preguntas abundaban y pretendían avanzar más allá de la letra formal aprendida en los tiempos de jugador.
Delegaba la construcción del coloso. Observaba la narrativa desbordante sobre sus talentos como un espectador más. Se trataba, creo, de un ejercicio oblicuo de la vanidad. Le gustaba que los otros –solo los otros– hablaran de él (aunque dijera lo contrario). Del mismo modo que afirmaba sin sombra de pudor que su pase al Cosmos se había frustrado porque Pelé lo celaba.
Así se produjo un milagro de la comunicación al que aún se le debe el merecido capítulo en los programas universitarios: mucho antes de la aparición asfixiante de las redes sociales, cuando el fútbol era blanco y negro, un futbolista de los arrabales del ascenso se convertía poco a poco, por el goteo de relatos, por la perseverancia de la secta de idólatras, en un crack mitológico y secreto. Literalmente mitológico. Pues solo una minoría de sus fans –casi nadie a esta altura– lo vio jugar. Claro, anduvo apenas un rato en equipos de Primera (Rosario Central y Colón). Su módica gloria deportiva se tramó en Central Córdoba de Rosario (su casa, la Ítaca de Odiseo) y en Independiente Rivadavia de Mendoza, su fase más “profesional”. El resto son camisetas de pueblo (Bigand, Monte Maíz, por ejemplo), clubes desperdigados en un mapa de tierras profundas. Fútbol sin almidón profesional, de contratos laxos. Donde mejor se sentía. Librado al capricho creativo, a las ganas del momento. Un juego con licencia para disfrutar y también rajarse en cualquier momento porque menguaban las ganas. O porque sí.
Lo que sí sabe todo el mundo es lo del baile a la Selección en 1974. Y que inventó el doble caño, de ida y vuelta. Un truco inverosímil que representa la cima de su arte. Acaso no hace falta haberlo visto en la cancha. Si lo endiosan tipos como Menotti, Pekerman y Valdano. Y hasta Maradona lo piropeó en su último viaje a Rosario. No hace falta porque el Trinche es un significante abierto. Las varias generaciones de adoradores no resaltan su técnica ni la potencia de su remate. Ni su inteligencia estratégica, que al parecer también le sobraba. Lo leen, lo interpretan, reciben un mensaje. Muchos descubrieron su existencia con el documental de la televisión española Informe Robinson. El faltante de la biografía no les impidió sumarse al culto. Y agitar el estandarte del Trinche como un modelo de romanticismo perdido y necesario. O la demostración –consoladora para equipos chicos, familiarizados con la derrota– de que se puede ser feliz lejos de las luces del centro, del podio y del dinero. O como pedagogía de bolsillo acerca de los peligros de rehuir el sacrificio y la dedicación (se lo escuché a un trinchista de la última horneada). Carlovich es como Forrest Gump corriendo por el desierto americano: la caravana que lo escolta alberga causas dispares.
Alguien me dijo que había gente llorando en el Gabino Sosa, la cancha del barrio Tablada donde empezó todo. De cualquier manera, en tiempos en que el mundo se ha detenido, no habrá exequias concurridas. Ni un sentido minuto de silencio en las canchas de Rosario delante del gentío. El amor popular, las condolencias y el dolor corren por las redes. Es el mismo clamor silencioso que lo hizo leyenda, solo que agilizado por la tecnología. La muerte no hace más que darle un nuevo impulso.