El enorme colectivo de viejos setentosos que conformamos los hinchas de equipos chicos de todas las latitudes, saludamos con alegría la rutilante campaña que viene cumpliendo Leicester City en La Premier League.
El interés y la corriente de simpatía que nos contagia el equipo -inexplicablemente nos despertamos un domingo a las 9 de la mañana nada más que para verlo- a pesar de que no juega de manera muy vistosa, que no cuenta en sus filas con ninguna gran estrella, que no marca muchos goles, pero al que sin embargo ninguno le gana y lleva siete puntos de ventaja faltando cinco fechas, tiene que ver, entendemos, con un fenómeno de identificación. Nos permite fantasear con que nuestro propio equipo, el modesto cuadro del que somos hinchas, que tampoco juega de manera muy vistosa ni cuenta en sus filas con ninguna gran estrella y que desde ya no marca goles casi nunca, podría estar disputando los puestos de privilegio en alguna liga importante.
Nos identificamos con Leicester, en un proceso similar que replica al que se dio en un momento con la música popular a mediados de los años setenta: el llamado rock sinfónico era el estilo que marcaba la tendencia, la música que había que tocar para estar en la pomada en ese tiempo. Las bandas emblemáticas del género -Yes; Emerson, Lake & Palmer; Jehtro Tull, y Pink Floyd, entre otras- ponían la vara tan alta con la complejidad de sus composiciones, sus arreglos barrocos, sus temas larguísimos, el virtuosismo desmesurado de sus instrumentistas, los despliegues de escenografías, luces, puesta en escena, vestuario, que hacían imposible que cualquier pibe normal, de barrio, que tuviera su bandita, fantaseara con la posibilidad de poder tocar alguna vez en ese nivel de sofisticación. Pero apareció el Punk, un nuevo estilo, contracíclico, al alcance de todos, para el que ya ni siquiera era necesario saber tocar un instrumento, ni vestirse con capas de seda, ni montar una escenografía para dar el concierto. Lo importante era tener algo concreto para decir y decirlo rápidamente, en dos minutos, con canciones contundentes.
El enorme colectivo de desamparados que conformamos los hinchas de equipos chicos de todas las latitudes, nos sentíamos hasta ahora, viendo jugar a Barcelona, Bayer Munich o Borussia Dortmund, -con sus combinaciones de cuarenta pases, sus súper estrellas mega millonarias, su marketing, sus estadios, sus estadísticas de posesión de pelota, sus centrales que salen jugando, sus goleadas y sus récords- de la misma forma que se sentían esos chicos que querían ser músicos cuando veían tocar a Yes o PinK Floyd: con la desazón y la frustración de que eran inalcanzables. Leicester en cambio, es perfectamente aspiracional, nos invita a fantasear con que nuestro modesto equipo también pude jugar bien, a nuestro estilo, claro y ganar con lo poco y nada que tenemos en casa.
En ese sentido se nos ocurre que Leicester es un equipo contracíclico, que retoma la tradición del estilo inglés y que va a contramano del modelo en boga de Barcelona. Claudio Ranieri, el entrenador, pretende que su arquero sea sobrio y despierto, que no necesariamente “juegue al fútbol” pero que inicie el contraataque rápido y preciso. Que la ponga en la cabeza de Vardy o en el pecho Mahrez. De su pareja de centrales, los grandotes Morgan y Huth, espera que no se compliquen y que sean infranqueables, no más. Y que vayan al área de enfrente y hagan goles de cabeza. Que sus laterales no pasen demasiado, sobre todo Simpson por derecha así cubre a Mahrez. Fuchs, por la banda izquierda, se anima un poco más y tiene permiso para irse. En el medio, Danny Drinkwater -el apellido más extraordinario de la Premier- y N’Golo Kante marcan el pulso del equipo. Protagonizan todas las escaramuzas, recuperan. Casi siempre se la pasan a un compañero o en todo caso no la dividen, la ponen en disputa. Prefieren en general la búsqueda vertical de sus delanteros a la lateral de los volantes. En especial el francés tiene un despliegue notable y es un gran partenaire del argelino Riyad Mahrez cuando deciden atacar en forma asociada. Marc Albrigthon completa, por izquierda, la línea de cuatro mediocampistas. Es criterioso, solidario y muchas veces cierra la jugada probando al arco desde afuera. Los delanteros no ocupan posiciones fijas y patrullan largas extensiones. El japonés Okazaki es muy veloz, suele ganar en el uno contra uno y a pesar de no ser alto va bien arriba y genera rebotes que aprovecha Vardy. Jamie Vardy es la sensación del campeonato, un delantero fibroso, chusco, ampuloso -con un carácter parecido al del uruguayo Santiago Silva de Banfield- que está pasando por una racha increíble.
El equipo no presenta ninguna sofisticación táctica. Pretende poner la pelota siempre en campo contrario de manera directa, con el menor traslado posible y dar la discusión ahí. Retroceden sincronizadamente. No utilizan el foul como recurso defensivo. Recuperan y pasan al ataque. Son optimistas. Nunca se complican, ante la duda se la pasan al arquero Schmeichel y éste, rápidamente, la vuelve a poner en campo rival.
No es mucho, pero cada jugador sabe lo que tiene que hacer en cada circunstancia y lo hace bien, sin distracciones. No brillan individualmente, pero en equipo, Leicester se nos figura como el esplendor del orden.
Otros apuntes, irrelevantes o secundarios, suman para que el enorme colectivo de románticos desamparados que conformamos los hinchas de equipos chicos de todas las latitudes, simpaticemos con el equipo del centro de Inglaterra: la brevedad de su plantilla, que permite recordar la formación de memoria como en los viejos tiempos; el hecho de que muchos de esos pocos jugadores hayan deambulado por las segundas y terceras divisiones de distintos países, antes de vivir este momento de gloria y que el promedio de edad sea relativamente alto (31 años); que cada jugador represente cabalmente el biotipo que requiere su puesto; la comprobación de que es el equipo con menor densidad de tatuajes por centímetro cuadrado en la piel de sus jugadores. No es ésta una objeción conservadora sino una valoración de la personalidad de aquellos que van contra la corriente. Y no están apunados de alfombra.
En definitiva, para nosotros -viejos chotos setentosos, hinchas de equipos chicos- para ser el equipo perfecto, a Leicester sólo le faltaría que todos sus jugadores, menos unos, usaran botines negros. La excepción debería ser Riyad Mahrez, que los usaría blancos.
Ahí me parece que se avivaron de qué cuadro soy.