En 1987 los editores de la desaparecida revista mensual Superfútbol notificaron a sus lectores que habían llegado a una acuciante conclusión: La mayoría de los emblemas de nuestros clubes no tienen “sal”. La desconcertante metáfora empleada para presentar el problema no era fruto de un juicio expresado a la ligera y al pasar. Una detallada observación y un concienzudo trabajo de campo respaldaban la reveladora afirmación. Al parecer ese déficit de cloruro de sodio, tan característico en los escudos de los cuadros argentinos, quedaba en evidencia sobre todo “al compararlos con escudos -especialmente- europeos, continente en que la heráldica, en todos sus aspectos, incluyendo el deportivo, es hermosa.”
Esta constatación fastidiaba, como es natural, a cualquier criollo futbolero. Pero los editores de Superfútbol persuadidos de que quejarse ante un problema sin aportar ninguna solución (no hay queja sin propuesta, solía repetirle San Martín a sus hombres) es sólo regodearse en el onanismo más inconducente, aportaron una iniciativa para terminar con lo insípido del asunto.
Convocaron a un ilustrador, Daniel Arangio, y le encomendaron la engorrosa tarea de confeccionar -teniendo en cuenta tradiciones y elementos distintivos de cada uno- veinte nuevos escudos para otros tantos equipos argentinos.
El resultado dejó más que satisfechos a los editores de Superfútbol, quienes además, haciendo gala de un reconfortante espíritu participativo y democrático, invitaron a sus lectores a dar su veredicto. A que digan sí o no:
“Sabemos que los clubes, difícilmente, se atrevan al cambio, pero tal vez y aunque más no sea en las páginas de nuestra publicación, podemos comenzar a utilizar estos y no los oficiales. Eso sí, sólo los adoptaremos si los lectores los aprueban. ¿Cuál es el fin? Simplemente de renovación y estética. En Europa ha sucedido (Francia, por ejemplo) y no es que querramos copiarles todo, pero tener autocrítica y poder de asimilación es también ir hacia adelante. Vamos, a escribir ya.”
A los escudos le faltaba sal y a la palabra queramos le sobraba una erre. La polémica iniciativa no despertó ni el interés ni la indignación de los lectores. Y por suerte los escudos siguieron siendo como siempre habían sido y serán. Después de todo, como dice la señora Mirtha Legrand, Para novedad, lo clásico.