“Algunos creen que el estilo de vida de un futbolista no se condice con el comunismo, pero yo ya era comunista antes de ser futbolista”. Cristiano Lucarelli no es un jugador de fútbol como los demás. Es un militante de izquierda cuyo trabajo es hacer goles. Así lo demostró desde su debut profesional y durante toda su carrera honró esa ideología con acciones, palabras y gestos. Jugó gran parte de su vida en un equipo menor porque sus hinchas se indentificaban con sus mismas banderas y nunca se preocupó demasiado por el dinero, uno de los principales intereses de sus colegas.
Tenía 21 años cuando, en 1997, jugó un partido para la Selección italiana sub 21 en el estadio Armando Picchi de Livorno, su ciudad natal. En las tribunas estaba su familia, sus amigos y sus compañeros de la vida. Todos habían ido a ver al ídolo del pueblo, al crack de los potreros que había llegado adonde la mayoría no puede. El encuentro frente a Moldavia se televisaba en vivo para toda Italia por la RAI y él sabía que era su gran oportunidad para mostrar al país cómo se vivía el calcio en su hogar. Fiel a su costumbre, marcó un gol y lo festejó a su manera: se sacó la camiseta y debajo de la Azzurra tenía una remera con la imagen del Che Guevara.
Parece un acto menor, casi infantil, pero fue una muestra de rebeldía gigantesca. Se ganó el amor de los hinchas de Livorno -club en el que aún no había jugado- y el odio de la Italia reaccionaria. Muchos criticaron a ese muchacho atrevido que mancilló el uniforme nacional con el sucio trapo rojo. Pidieron que nunca más juegue en la Nazionale y casi lo logran, porque recién volvió en 2005. A él mucho no le importó, la tarea estaba hecha. “Para algunos, el sueño es ser millonario. Comprarse una Ferrari, un yate. Para mí, lo mejor de mi vida sería jugar en Livorno”, dijo Lucarelli en 2003. Poco después, cumplió su sueño.
Venía de una muy buena temporada con Torino y su representante Carlo Pallavicino buscaba un nuevo destino. Varios clubes de la Serie A habían mostrado interés en este confiable goleador, pero Cristiano creía que había llegado el momento de jugar en ese equipo que él amaba y que recién había ascendido a la Serie B. Los interesados de la división de honor podían desembolsar cerca de un millón de euros por el contrato, una cifra que dejaba contentos a todos. Menos a Lucarelli. Nadie podía quitarle de la cabeza la idea de jugar en el club del barrio. Claro que Livorno sólo podía pagar una mínima parte de lo que estaban en condiciones de ofrecer sus rivales, pero eso al delantero no le importaba, así que el representante no tuvo otra opción que hacerle caso al jugador y la transferencia se llevó a cabo.
La decisión de Lucarelli fue tan poco convencional que Pallavicino publicó un libro sobre eso. Se titula “Quéndense con los mil millones” y habla acerca de cómo tuvo que discutir sobre cuestiones económicas con alguien al que le importaban más otros aspectos de la vida. Ya era venerado incluso antes de ponerse la camiseta granate. Los tifosi aún recordaban aquel gol con la Selección y sus palabras antes de firmar hicieron crecer más el amor de los hinchas por la nueva estrella del equipo. Ese año, marcó 29 goles y fue el principal responsable del ascenso a Primera.
Después de 55 años, Livorno volvió a la Serie A y Lucarelli se convirtió en el máximo ídolo de la historia del club. Sí, tardó sólo una temporada en transformarse en una leyenda. Así de potente fue ese amor. Con el Amaranto en Primera, las ofertas le llovieron al segundo máximo artillero de la segunda división -Luca Toni, de Palermo, finalizó primero-. Torino ofreció cuatro mil millones de liras, pero una vez más el Cristiano humilde le dio la espalda al dinero y eligió quedarse en casa. Aquella temporada en la Serie A fue aún más increíble que la anterior. Anotó 24 goles, fue el capocannoniere del campeonato y su equipo se clasificó por primera vez a un torneo internacional: la Copa UEFA.
Fue el primer año en el que utilizó la casaca número 99 en homenaje a la fundación de las Brigadas Autónomas Livornesas (la hinchada comunista de Livorno). Con esa camiseta se lo recordará por siempre. Festejó todos sus goles con el puño izquierdo elevado hacia el cielo y las banderas con su rostro se mezclaron con las del Che, Mao y Lenin en las tribunas del Armando Picchi. Allí se seguían cantando reconocidas consignas políticas como Bella Ciao y Bandiera Rossa, pero también se vivaba al máximo artillero de Italia.
Por una vez, Livorno no era noticia sólo por sus ideales, sino también por el buen juego del equipo y por los goles de Lucarelli. En la siguiente temporada, el 99 volvió a brillar y marcó 19 tantos. En octubre de 2005, el alcalde de Livorno organizó un encuentro que revolucionó la ciudad: Lucarelli conoció a la hija del Che, Aleida Guevara, quien estaba de visita en Italia para recaudar fondos para un hospital pediátrico. “Sé que es un gran jugador y que ama mucho a mi padre, y yo sé que a él también le habría caído muy bien”, afirmó la hija del argentino, quien también charló en aquella ocasión con los miembros de las Brigadas. Fue un premio para un militante que hizo más por la izquierda italiana que la mayoría de los dirigentes. De hecho, Guevara asistió a un partido frente al Milan en San Siro. Ese día, Lucarelli marcó un gol y se lo dedicó a Aleida, ante la mirada y el sufrimiento de Silvio Berlusconi. Siempre contra el poder.
¿Por qué un futbolista nacido para jugar en el club comunista por excelencia del fútbol italiano llegó allí recién a los 27 años de edad? Porque sus comienzos no fueron fáciles. Tuvo que irse de su ciudad para formarse y su primer club fue AS Cuoiopelli. Luego pasó a Perugia, donde hizo su debut en primera. En 1995 comenzó un derrotero que lo llevó a Cosenza, Parma, Padova, Atalanta, Valencia, Lecce y Torino. No estaba cómodo en ningún lado, se sentía como lo que era: un bicho raro en el fútbol europeo. Por eso, cuando llegó a su pueblo se vio su mejor nivel.
“El fútbol es política en Italia; es un reflejo de nuestra sociedad. Es así. Los que no lo quieren ver siempre son los que mandan, los poderosos, los de arriba”
Livorno es el puerto industrial de la Toscana, una ciudad humilde sin las luces de otras localidades del norte italiano. Allí nació el Partido Comunista Italiano en 1921, cuando Amadeo Bordiga y Antonio Gramsci abandonaron la sala del Teatro Goldoni, donde se celebraba el XVII Congreso socialista, y convocaron a un congreso constituyente en al teatro San Marco. Desde ese momento, esta pequeña localidad pesquera se convirtió en el corazón de la izquierda italiana.
Por eso los hinchas del Amaranto tienen una identidad tan fuerte y el club es reconocido como un símbolo de la lucha contra el fútbol-negocio. El protagonista de esta historia nació en octubre de 1975 en Shanghai, un humilde barrio livornés. Hijo de un estibador sindicalista y de un ama de casa, mamó el comunismo y la lucha de clases desde bambino. En la novela autobiográfica Del barrio al fin del mundo,
Lucarelli describe su vida: los primeros picados con su hermano Alessandro, las dudas entre comenzar una carrera futbolística o trabajar en el puerto, la lucha para crecer en un deporte cada vez más mercantilizado, el amor por Livorno. Y sus ideas políticas: “aquellos que ven el deporte y los clubs deportivos como un sentimiento y no una mercancía”. Cristiano Lucarelli anotó 92 goles en esa primera etapa en el club de sus amores.
En 2007 pasó a Shakhtar Donetsk de Ucrania y luego jugó en Parma, antes de regresar a Livorno en 2009. En la temporada de su regreso, disputó 28 encuentros y marcó 10 goles. Ya no estaba en su mejor momento físico, pero aún así demostró que su capacidad futbolística estaba intacta y que su amor por el equipo granate era cada día más fuerte. Se retiró en Napoli, pero los botines están colgados en Livorno, donde sus ideas están más vivas que nunca. “El fútbol es política en Italia; es un reflejo de nuestra sociedad. Es así. Los que no lo quieren ver siempre son los que mandan, los poderosos, los de arriba”.
“El Livorno es una fe, sus ultras, los profetas”. Esa frase estaba impresa en la camiseta de Cristiano Lucarelli aquel día en el que demostró que los futbolistas no sólo sirven para hacer goles, sino también para darle voz a los que muchas veces no pueden hablar, para expresar las ideas de aquellos no lo pueden hacer. Cada festejo de gol con el puño en alto, cada frase, cada gesto, pueden ser considerados como actitudes mínimas, pero tienen la fuerza de una revolución.