Tengo que aclarar que no soy hincha de River, aunque arrastro un cariño inevitable por haber vivido durante toda mi infancia y adolescencia apenas a unas cuadras del estadio Monumental. La cercanía con la cancha determinó que, durante casi dos décadas, el estado de ánimo de mi barrio fuera el de los hinchas del club. Puede sonar extraño, pero era así. Y solía ser un tiempo feliz, al menos hasta que estuvieron cerca de incendiar mi departamento después de la fallida Promoción contra Belgrano.
También debo admitir que tengo apenas nueve meses más que Fernando Cavenaghi. Y que, aunque él es un futbolista profesional acusado de gordo y yo no puedo patear seriamente una pelota, es evidente para aquel que me conozca que tampoco he ahorrado precisamente en kilos. Quizá por eso arrastro una identificación tan hermosa con un personaje que se resiste a vencer, y que en cambio hermana su nombre a un festejo actual que difícilmente pueda ser más propio.
Y lo critican por gordo. Descarados. Déjenlo ser gordo y crack. Y valiente como para festejar sacándose la remera y enrostrando a sus detractores un par de tatuajes rollizos. Ese nueve es un fenómeno. Si sos de River, te tiene que hacer llorar. Pensalo bien. Lleva casi 15 años alegrándote la vida de a ratos. Te dio la mano cuando te caíste. Te llevó de vuelta hasta ahí arriba.
Mirarlo anoche metiendo un par de goles resultó emocionante por varias razones. Primero, por su fidelidad. Quizá porque los dos cumplimos 30 siento que podemos valorar de una manera más completa el sentido de pertenencia y la rectificación de una injusticia. Recordemos que este pibe había regresado al equipo en el momento más difícil de su historia, casi como para poner el hombro para que le lloren en el funeral. Su juego pudo ir de menor a mayor en ese torneo, pero está claro que fue una parte fundamental del ascenso de River –la goleada a Atlanta es un documento a favor de esta argumentación-, y que irse por la puerta de atrás no era precisamente el agradecimiento que merecía.
Y lo critican por gordo. Descarados. Déjenlo ser gordo y crack. Y valiente como para festejar sacándose la remera y enrostrando a sus detractores sus tatuajes rollizos. Ese nueve es un fenómeno. Si sos de River, te tiene que hacer llorar.
Es difícil saber lo que pasó por su cabeza entonces. Posiblemente hubiera razones políticas, cuestiones internas que involucraran a Trezeguet, Passarella, Chori Domínguez y Almeyda que afectaran de manera definitiva su posibilidad de continuar jugando en el país. Sea como fuera, su obra había quedado claramente incompleta.
Aquella despedida me había dejado bastante más resentido que al jugador. El nuevo regreso de Cavenaghi al club, gracias a Ramón y a la amistad con Emiliano Díaz, me resultó prematuro en su momento. Como si la institución tuviera que pagar por la actitud de las personas que lo habían maltratado. El gordo miró un poquito más allá. Él festejó ayer dos goles. Él es campeón.
Yo me limito a admirarlo.
La primera vez que escuché su nombre, los dos teníamos 16 o 17 años. Cavenaghi estaba completando su primera pretemporada en River y yo, que consumía sin asco los suplementos deportivos, empecé a toparme con el nombre de un juvenil que prometía, que hacía goles en las prácticas con los más grandes, que hablaba poco, que llegaba desde O’Brien y que compartía habitación con el Burrito Ortega. Ávido de arrogarme descubrimientos futboleros, regué ese apellido entre mis compañeros de secundario como si lo hubiera visto jugar mil veces. Apenas un año después, Cavenaghi empezó a alternar en Primera y a meter goles para que yo recibiera las felicitaciones que me correspondían.
¿Cómo no quererlo, entonces, si ya desde pibe me había empezado a cumplir? Su primera etapa en River fue más que los títulos que consiguió en tres Clausuras consecutivos. Eran tiempos de fútbol con brillo. D’Alessandro parecía el personaje ideal para alimentarlo. River jugaba definitivamente bien. El barrio se ponía de buen humor los domingos. Su categoría quedaba tan clara, y su tranquilidad al enfrentar el gol era tan apabullante que parecía prácticamente seguro un futuro europeo y de Selección.
Al contrario, nunca tuvo continuidad con la camiseta argentina. Apenas puede presumir de un título Sudamericano Sub 20 (hizo 8 goles en 7 partidos en ese torneo). Fue cuarto en el mundial de la categoría. En la mayor casi no apareció. Lo taparon Batistuta primero, Crespo después. Diría que enseguida aparecieron Agüero, Tevez, Messi, no sé. Cualquiera menos él. Se calzó cinco veces la celeste y blanca absoluta.
Sus colores eran otros.
La carrera que hizo en Europa tampoco fue la que yo había esperado. Primero sufrió una especie de destierro económico en el Spartak Moscú. Recuerdo que, cuando promediaba los 20 años, encontré otro artículo que hablaba de él, de cómo tomaba mate y tocaba la guitarra para combatir el frío moscovita. Estaba solo. Imaginé que era un espejo de mi realidad porteña, sólo que veinte grados centígrados más abajo. Su bohemia nos hermanó otro poco.
Cuando pisó Francia para ir al Bordeaux, yo me convencí de que sería la oportunidad de su vida. Logró varios campeonatos –una Liga, dos Copas, dos Supercopas- pero tampoco alcanzó el grado de estrella que yo le atribuía. Es más, desembocó en un Mallorca que casi ni lo usó y finalmente en el Inter de Brasil.
Su regreso para jugar la B Nacional incrementó mi simpatía de manera exponencial. Su salida me llevó a compadecerlo desde el cariño.
Ayer estuve a punto de gritar su gol contra Quilmes. Pero no el primero. Tampoco el segundo, que fue un golazo. No. Casi grito el que le anularon. Y más ganas de gritarlo me dieron cuando lo vi insultando al línea por lo bajo. Con un partido casi definido y el campeonato por ganar, a él le habían marcado offside –un offside correcto, es cierto- cuando la enganchó de tijera para mandarla adentro. Hay que ser muy hijo de puta para no pararse al lado de un delantero así. Para no querer abrazarlo como lo abrazó el impresentable de Emiliano Díaz. Para no querer reírse con él y felicitarlo por crack.
“Quería volver para ser campeón”, les dijo a las cámaras. Eso, realmente, con el presente que arrastraba River, parecía poco menos que una utopía. Pero los tipos sencillos suelen ser los que cumplen con simpleza las tareas más dificultosas. En este caso dar una vuelta olímpica en un estadio que hace seis años venía padeciendo una malaria que por momentos rozó lo terminal. Cavenaghi se transformó, a su manera, en el símbolo simpático de una resurrección.
Ayer, sin ser de River, me puse contento por mi barrio de siempre y por esa tribuna blanca y roja. Porque a veces no importan las camisetas que se alientan, sino las personas que las visten. Este gordo, para mí, la llena bien. Podría decir, incluso, que es un jugador para la Selección. Pero sé que sería ilógico de mi parte: está muy gordo.
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PD: Porque estamos generosos y porque nos cae simpático el personaje estamos dispuestos a olvidarnos, por el día nomás, que en algún momento estuvo cantando en medio de la barra brava. Pero que quede en el registro que lo preferimos adentro del rectángulo de juego. Y no con los borrachos del tablón.