En algún momento, las cosas tomaron un giro inesperado que llevó a la siguiente transformación: los apodos de los futbolistas pasaron de ser descripciones heroicas de hombres con capacidades extraordinarias a transformarse en apócopes bastante sosos y un poco amanerados. Digamos que nos movimos desde El Mortero de Rufino, La Maravilla Elástica, El Mariscal del Área, El Pez Volador o La Saeta Rubia -o incluso Capote o El Káiser- a sonidos semánticamente indescifrables como Pochi, Cuchu, Coco, Pipi, Checho, Pichi, Pupi o bien -esto lo escuchamos de boca de un periodista que cubre la Selección cuando hablaba con Lisandro López- Lichi.

Cuando no se trata de sonidos, suele suceder que se opte por el diminutivo del nombre: Tito, Pato, Teo, Leo, Lalo, Lio, Juampi, Javi, Mati.

Esa mudanza posiblemente haya tenido que ver con la actitud general de los jugadores, que antes se veían a sí mismos como recios y hasta solitarios combatientes del field, y hoy cuidan su vestimenta, festejan con coreografías, saludan a las cámaras, se peinan en serie y se casan con vedettes. Pero también influye la magrísima imaginación de un periodismo que gusta de tomar atajos.

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El ejemplo perfecto de que se puede ser original es el fallecido Andrés Montes, relator de la televisión española que inventaba sobrenombres con sello absolutamente propio. A Xavi Hernández, por ejemplo, le decía Humphrey Bogart, una delicia para entendidos que precisa de cierta abstracción y la posibilidad de imaginar al jugador del Barça vestido con un sombrero y un impermeable. Todo eso sumado a la noción de pase permanente de Xavi y a la frase “tócala de nuevo, Sam” que se atribuye a la película Casablanca. En fin, una profundidad que trasciende por mucho la mera ocurrencia.

Una anécdota que no está relacionada, pero que grafica la creatividad del relator. En un partido de Alemania que jugaba el defensor Per Mertesacker, Montes le preguntó a Julio Salinas, su comentarista: “Salinas, ¿tú cómo te sentirías si llegara a casa tu hija con un alemán de metro noventa que se llama mete-saca?”.

Pero es la excepción, no la norma.

En general, en cambio, los relatores prefieren el genérico. Digamos: el Loco, el Flaco, el Pelado. ¿Cuántos locos, cuántos flacos puede haber? Habría que entender la finalidad principal de un apodo antes de andar por ahí regalando generalidades.

Dice Juan Sasturain, en su libro Dudoso Noriega: “Antes casi todo el mundo tenía sobrenombre. En el interior sobre todo, en los pueblos. Ahora se cree o está bien pensar que decirle a alguno Petiso, Dado, Manteca, Pelado, Zurdo, Ropero, Negro, Rengo o Gallego o Ruso o Colorado o Fideo o Chino es agresivo, prejuicioso, discriminatorio. La verdad, son boludeces. En los lugares chicos, en los pueblos, en los barrios, el apodo sirve para individualizar, para diferenciar, para hacer único a un tipo, personalizarlo; en los lugares grandes, es exactamente al revés, sobre todo cuando son calificaciones de grupo: los negros, los coreanos, los putos, los chilenos… Son como bolsas en las que cada uno se disuelve, indiferenciado en el grupo, detrás del calificativo racial, de la apariencia, la pinta. Ahí sí los individuos pierden su condición personal e intransferible y se definen por pertenecer  a una clase. Porque la clase es anterior al apodo. Pero en esa época o entre esa gente era al revés”.

La interpretación es precisa hasta el detalle y revela las deficiencias de una práctica que parece haberse corrompido. Decirle Flaco a todo el mundo termina generando una categoría que es preexistente, que precede al sobrenombre: los flacos. No se le puede decir Flaco a un tipo porque es flaco.  No podemos ser tan necios.

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El apodo debe identificar de manera única. Tiene que ser un mote inconfundible. Una marca de fábrica, una etiqueta sin repeticiones.

Y esa ni siquiera es la raíz más profunda del problema. En un universo infinito de posibilidades, ¿cómo puede ser que en el fútbol moderno hayamos empezado a reciclar apodos?

Ahora alcanza con tener un apellido más o menos conocido para que te enchufen un sobrenombre conocido, lo cual hace que tu apellido inmediatamente resulte familiar.  Un buen ejemplo es el del Pulpo González. Un compañero de redacción se sorprendió  -comprensiblemente- por las habilidades del Pulpo González en Lanús, tras haber sufrido al Pulpo González hace un tiempo en San Lorenzo. Claro, la sorpresa duró hasta que se dio cuenta de que no era el mismo. Era OTRO Pulpo González. ¿Y cómo les van a decir igual, entonces? ¿Eso es individualización? No, eso es una tontería, una muestra de vagancia intelectual. A los Funes Mori les dicen…. Melli. A los dos. El Melli Rogelio y el Melli Ramiro. ¿Se puede ser tan obtuso?

El Cholo Carmelo Simeone, es otro caso: fue un marcador de punta de los años 50 y 60 que jugó en Vélez y ganó varios títulos con Boca. Tan faltos de imaginación estamos que le pusimos Cholo también a Diego Pablo Simeone. Hoy, el Cholo es este Cholo, para desgracia y olvido del anterior. Pero no contentos con eso, cometemos un pecado encadenado y empezamos a decirle Cholito a Giovanni, el hijo del Cholo. He aquí el pináculo en la escasez de ideas.

De repente todos los hijos de futbolistas que tenían apodo, ligan el diminutivo de su padre. De nuevo hay un caso emblemático por ridículo, y es el del Pipita Higuaín. Jorge Higuaín –el papá de Gonzalo- se ganó su sobrenombre de Pipa por el tamaño de su nariz. ¿Pipita sería, siguiendo esa lógica, una nariz grande, chiquita? No tiene sentido. Mucho peor todavía es pensar cómo le dirían al hijo del Pipita si fuera jugador profesional de fútbol. ¿Pipitita? ¿Y a su nieto? ¿Pipititita? ¿Y si el hijo de Ángel Bossio estuviera en Primera sería La Maravillita Elástica? ¿Y hablaríamos de los goles la Saetita Rubia Di Stéfano? ¿O el Morterito de Rufinito, hijo de Bernabé Ferreryra?

Señores, la tendencia es preocupante. Lo es, aún más, a partir de la moda de poner como apodo el nombre de un futbolista actual o retirado. Digamos: el Bati Larrivey. O peor: Zlatan Fernández.

Habría que decir que éste no es un mal estrictamente nacional. El apodo de Cristiano Ronaldo es CR7. Algo así como que Antonio Rattin se hubiera hecho llamar AR5. O que Diego, cuyo nombre alcanza para definirlo mucho más que su apodo futbolero, Pelusa,  se hubiera hecho llamar DM10 para enganchar al márketing.

La esperanza, por supuesto, existe. Todavía hay momentos en los que se sigue dando en la tecla a la hora de nombrar futbolistas. Se trata de jugadores que tienen un apodo único, que los identifica completamente pese a que cuentan con un apellido común. Un apellido tan común como Sánchez, sin ir más lejos. Que puede ser Zapatilla. O puede ser Garrafa.