Sucede todo el tiempo, en todas partes. El público, esa masa que escucha, se transforma en un hincha fabricado por el ideario mediático: el hombre que deja a su esposa en el hospital, a punto de parir, para irse a ver a Almirante Brown. El que quiere a San Lorenzo más que a la vieja. El que no corre cuando hay tiros, porque banca los trapos. El que arranca butacas de la tribuna por un descenso. El pícaro, el vivo que tira gas pimienta. El que llora ese mismo descenso como si hubiera perdido a un familiar.
Los mensajes que surgen de los diarios, las revistas, las radios y la televisión parecen armados para alimentar una pasión desmedida. Desmedida y ficticia, sobrealimentada, inflada con esteroides. Una pasión-negocio. Un drama permanente. Un estereotipo de la desmesura.
Cuando buscamos las razones de la violencia, no podemos soslayar la responsabilidad de los comunicadores. Ni siquiera se trata de un periodista en particular. El sistema genera legitimidad en ciertos temas. Y lo peor es que la gente muchas veces se amolda a las categorías que se le ofrecen, sea por convencimiento o por identificación.
Se condena la mala conducta de “algunos inadaptados” porque está permitido, pero el molde más rígido no se rompe, ni siquiera se raja. Se habla mal de las barras, qué indignación, les pagan los viajes, les ponen los micros, venden drogas… Pero no se condena el mal mayor: el aguante, te sigo a todas partes, por vos dejo todo, dejamos la vida, te vamo’ a matar. Navajas y pistolas y gente que decide quemar un tacho de basura porque su equipo perdió en el clásico.
El folclore legitima. Para la pasión, es más grave la suspensión del estadio que la rotura de un vidrio, de un semáforo, de un local, de cien butacas…
La pasión no puede reemplazarse con ninguna otra cosa. Es el aliento por alentar, aunque no nos guste lo que vemos. Es pensar que si no nos gusta, el problema se resuelve en el insulto y la apretada: faltan huevos. Es ver colores y sólo colores o resultados, y no admirar calidad, modos, procesos, personas. Es quedarse afónico, parado, gritando, aunque grite insultos para los míos y para los ajenos. Es querer sin miramientos. Entregarse. Es cerrarse en una identificación purista y dibujar al oponente como un externo: el enemigo.
Pensemos por un segundo a las transmisiones de TV. ¿De dónde sale ese ímpetu de relatores para levantar el espectáculo de a gritos hasta transformarlo en un drama? ¿De dónde el optimismo maravilloso de los comentaristas, que se ríen en la cara del televidente y aseguran que se está jugando un duelo apasionante en lugar de un bodrio irremontable? ¿De dónde la tendencia irreversible de amar el espectáculo de las tribunas? “Ah, miren lo que es eso, la entrada de Racing, inigualable espectáculo”. ¿Eso es la pasión?
La pasión, siempre, es la respuesta: emotivo duelo, con el corazón, sudor y lágrimas, una fiera, una batalla, una guerra, los gladiadores… El protagonismo mediático está desplazado. Se mira hacia afuera sin importar lo que suceda adentro. Si Oscar Ahumada o Christian Fabbiani deciden decir algo malo de River, hablan del silencio de la hinchada. ¡Oh, escándalo, no cantan, no gritan! Los medios se hacen eco: es el tema del día, del mes, del año. Un abogado de Boca le dice a un doctor de Newell’s: no te plantaste. No existe afrenta más cruel. En cambio, el elogio se abraza a la fidelidad, y los periodistas la resaltan: Lanús llena la cancha siempre, miren esas tribunas pese al frío, es impresionante el público que vino desde Bahía, el show esta noche está en la tribuna.
Los jugadores compran ese mensaje y lo replican en los medios masivos: la gente es impresionante, tienen derecho a putear, ellos pagan su entrada, el público nos ayudó desde afuera, no es lo mismo jugar sin ellos. “Dejamos la vida en cada partido”, dicen sin la conciencia de lo obvio: si realmente dejaran la vida en un partido, no podrían jugar el siguiente.
El medio (televisivo, radial, gráfico) legitima, propone y certifica una enfermedad violenta, sanísima y feroz. Una enfermedad proyectada sin oponente cercano, sin modelo alternativo.
La noción implícita también es nefasta: transpiramos la camiseta, corrimos un montón. ¿Cómo jugaron? Ni siquiera importa. Incluso, quizá, jugaron bien. Pero no importa. Y si hay peleas dentro o fuera de la cancha, si se rompe el alambrado o alguien tira una bengala, aparece el micrófono de rigor: fue un momento de calentura, las revoluciones están a mil, por dos tarados pagamos todos.
La publicidad es lo que menos ayuda. Miren con detenimiento los avisos de cualquier marca relacionada con el fútbol desde el Mundial 2006 para acá, sin importar el producto a promocionar: camisetas, botines, bebidas energéticas, figuritas, afeitadoras… Difícilmente se hable de juego. Es prácticamente imposible que se muestre una gambeta. El foco está puesto en la pasión y en el mentadísimo amor a la camiseta. A partir de ahí, la industrialización de esa pasión y todo lo que genera. La venta está dirigida al público cautivo, la base narrativa es siempre la locura de los actos que surgen desde el amor innegociable.
El hincha es bombardeado minuto a minuto con la misma cuestión: monotemática y apabullante. Es forjado como herramienta de este sistema funesto. Es estigmatizado por no ir a la cancha, es dejado de lado por no ser socio, es tratado poco menos que de traidor porque no se desgarra las vestiduras a la hora de perder. Es señalado porque no grita desaforadamente un gol.
El medio (televisivo, radial, gráfico) legitima, propone y certifica una enfermedad violenta, sanísima y feroz. Una enfermedad proyectada sin oponente cercano, sin modelo alternativo.
Una violencia futbolera que se queda cómoda, pese a la crítica liviana, en su perpetuidad.