“¡Vascooooo, de ese no, de ese no, del otro!”, le gritó Diego Maradona a Julio Olarticoechea justo antes de que el defensor cometiera la torpeza de tomar agua de un bidón inadecuado. Iban 39 minutos del primer tiempo del partido contra Brasil por los octavos de final de la Copa del Mundo 1990 cuando el juego se detuvo por una falta de Ricardo Rocha sobre Pedro Troglio. Entonces, los jugadores aprovecharon para refrescarse del calor turinés. Galíndez, el histórico ayudante de Carlos Bilardo, apareció con un recipiente que el brasileño Branco se llevó a su boca, con la vehemencia de cualquier sediento. Lo que pasó después se sabe. Fue el día en que envenenaron (envenenamos) al fútbol argentino. Hace 25 años.
La historia es conocida. La contó Maradona tiempo después: “Yo decía ‘tomá, tomá Valdito’ Y después vino Branco y se la tomó toda. Luego Branco tiraba los tiros libres y se caía. Después del partido, estaban los dos micros juntos, Branco me miraba por la ventanilla y me señalaba culpándome y yo le hacía gestos de que no tenía nada que ver. Branco jugaba en Italia y tenía buena relación conmigo. Después no hablamos más”. El Diez explicó lo que todo el mundo sabía: el cuerpo técnico argentino decidió intoxicar a su rival en el colmo de las trampas.
Aquel fue el hecho maldito del fútbol argentino moderno. Porque todo cambió hace 25 años. O mejor dicho, terminó de cambiar. “El bidón de Branco” no es más que es el suceso emblemático de una era. De una época en la que se forjó una idea que nos sacó del eje, que nos hizo ser peores: Sólo sirve ganar, el resto es fracaso. Como sólo sirve ganar, envenenemos a los adversarios. De eso no se vuelve. Y Argentina no volvió.
No caeremos en la torpeza de decir que la vida de Branco corrió peligro, pero sí está claro que no pudo continuar el partido con normalidad. En un ámbito deportivo, eso alcanza para dar por inválida cualquier victoria. Argentina ganó con aquella jugada inmortal de Maradona y el golazo de Caniggia, pero a pesar de la belleza que se dibujó en esos pocos segundos, aquel triunfo está manchado. Después, todos festejamos los penales de Goycochea y haber eliminado a Italia. El plantel fue recibido como un grupo de héroes de guerra. A eso fueron y así volvieron. En el medio, la trampa.
Creímos que no pasaba nada, que todo seguía igual, que seguiríamos jugando finales del mundo, que seríamos los mejores para siempre. Pero no, porque el tóxico del agua de Galíndez ya estaba en nuestro organismo. Dejamos de preocuparnos por el cómo para sólo velar por el resultado. El “como sea” pasó a ser regla. No es que no sucediera antes, pero quedó legitimado por lo ocurrido el 24 de junio de 1990. Si una vez le ganamos a nuestro clásico rival en un Mundial con una artimaña ilegal, podemos ganar todo de esa manera. Concepto errado, quedó claro.
Tardó 24 años la Selección Argentina en superar las semifinales de una Copa del Mundo y hace 22 que no gana un título importante de mayores. Los castigos divinos no son cosa del fútbol, pero esto se parece bastante a uno. Quienes sólo buscan resultados llevan más de dos décadas sin festejar uno. El resto, pudimos disfrutar del gran equipo de Basile, de momentos de lujo del de Pekerman, del ultra-ofensivo Seleccionado de Bielsa, de Riquelme, de Messi (que como un capricho del destino, este día festejan su cumpleaños). Porque al fútbol argentino lo envenenaron, pero todavía no se murió. Y el antídoto lo tiene la pelota misma.