Hace pocos días, un programa de televisión que abunda en material de archivo mandó al aire un fragmento de entrevista a Ernesto Sábato. El autor de El túnel hablaba sobre la pasión, que, según él, lleva en forma indefectible a la violencia. Dijo que, como buen apasionado, al jugar al fútbol era bastante mala leche. Y además se mostró muy comprensivo con las palizas conyugales. “Quién no tuvo alguna vez ganas de tirar a su mujer por la ventana”, se preguntó de modo retórico. “Yo por eso vivo en planta baja”, agregó.

Quizá tenía en mente al filósofo francés Louis Althusser, un marxista brillante que, doblegado por la demencia, terminó acogotando a su esposa. Como fuente de legitimidad, no está mal. Cabe pensar en los daños colaterales de un cerebro exhausto debido a la tarea intelectual de años y no en un asesino. O, como le gustaba a Sábato, se podría imaginar la oscuridad recóndita del alma y los desbordes a los que empuja, precisamente, la pasión. Romántico tardío, descifrador vocacional de las tinieblas (allí donde mandan los ciegos), el físico y escritor agitaba aquello del sturm und drang alemán, algo así como la tormenta y el impulso, es decir el frenesí incontenible de la naturaleza humana.

Me pregunto si es el espíritu romántico, con el que Sábato se había intoxicado, la causa de que un valor como la pasión se haya convertido en una mala coartada para dignificar la estupidez, la crueldad y la violencia. Quien le pega a su mujer (ni hablar del que la mata) es un vulgar abusador con proyección de homicida. Una mierda, bah. En esa errática línea de pensamiento, es lícito justificar la conducta de un violador consuetudinario, toda vez que la pasión sexual (¿qué hay más apasionado que el sexo?) rige la serie de los excesos.

Si existe un ámbito donde la palabrita perdió por completo su significado es en el fútbol. No existe un solo gesto noble amparado por tan rimbombante sustantivo. En cambio la provocación, el insulto y las formas más variadas de la brutalidad se explican y a veces se exaltan por sus orígenes pasionales. La muerte es excepcional (acaban de caer dos hinchas de Central luego del clásico rosarino), pero la violencia es hábito, un permiso que otorga la cancha en virtud de la supuesta pasión que allí se despliega. No es cuestión de barras tan sólo. Los presentables señores que pagan su abono a platea pueden putear con la sistematicidad de un torturador al árbitro o a los rivales, pueden aplaudir y entonar cantitos racistas, pueden fajar a un despistado visitante infiltrado en una butaca. Pueden hacer todo eso que en el trabajo o en la casa los avergonzaría porque el fútbol, queridos lectores, es pura pasión.

Y la pasión, según el estatuto del buen futbolero, jamás va acompañada por la racionalidad o la solidaridad. La pasión es mero estrépito y sinsentido, la vereda opuesta a la inteligencia y la sensibilidad. Parece que la pasión sí se mancha en caso de tener una orientación amistosa o constructiva. Los apasionados son más bien desgraciados en busca de catarsis, necesitados de vomitar la bilis. Y yo que pensaba que apasionados eran, digamos, Lisandro de la Torre o Discépolo. O los que abandonan la comodidad para desarrollar una vocación sin rédito. O los que dan la vuelta al planeta detrás de un gran amor. Y no me permitan tornarme trágico y mentar la Pasión de las pasiones: el camino a la cruz del único hijo de Dios.

El significante caprichoso (pasión suena, más que nada, a promoción de cerveza nacional) me hace acordar a lo que pasó con la palabra artista. En aras de enaltecer posiciones sociales mediocres o de otorgarle un aura creativa a profesiones bastante sosas, empezaron a proliferar los artistas. Y nuevas artes. Los peluqueros, los cocineros, los panelistas de televisión… Todos son artistas. Lo cual no dice nada de la importancia ni del valor de sus respetivas faenas. El título no da mérito, describe un radio de acción.

Algunos se dicen artistas para sentirse distintos, más inspirados, menos abrumados por los problemas mundanos, superiores. Pero terminan diluidos en una masa indiferenciada que, por lo tanto, pierde singularidad y prestigio. En consideración de que, por ejemplo, Mozart y Beto Casella comparten ocupación, para evitar la vaguedad he tomado el recaudo de referirme siempre a los oficios de las personas y no a sus pretensiones ni a las convenciones más recientes de la comunicación.

Del mismo modo, a la circulación machacona del término pasión en el fútbol opondría el rigor léxico. Las cosas por su nombre. De lo contrario, por lo menos en los medios audiovisuales, apelaría a un benéfico piiiiiii, como cuando se quiere tapar una palabra grosera. No sé si viviremos mejor, pero seguro que menos confundidos.