En cada una de las reuniones editoriales de Un Caño nos pasa lo mismo: fantaseamos. Pensamos en un mundo ideal en el que los relatores de fútbol se dedican a relatar. No a adivinar lo que va a pasar, ni a explicar rutinas tácticas y deficiencias cognitivas de los entrenadores, ni a pisar el ya de por sí arduo trabajo del comentarista, ni a arriesgar si hay offside en una jugada cualquiera, ni a bajar línea, ni a verduguear a los periodistas de campo de juego, ni a preguntar cómo se llama el árbitro asistente de acá, ni a lamentarse por las chances de gol perdidas, ni a darle emoción a partidos que no la tienen, ni a hacer chistes internos ni a publicitar la parrilla de Chiche Véspoli.
Sencillamente, a relatar. La tiene el nueve. Se la pasa al siete, sigue el siete, se abre por la punta, manda el centro, cabecea el once. Gol.
¡Qué hermoso sería! Cambien los números, que son apenas un símbolo, por los nombres del nueve, del siete y del once. La tiene Gutiérrez. Se la pasa a González, se abre por la punta, manda el centro, cabecea Gómez. Gol. Muy buen gol de Huracán, que ahora le gana 1-0 a Colón.
La emoción la podemos poner los hinchas, que bastante nerviosos estamos como para que nos anden contando a los gritos lo que vemos por televisión. Es extraño ver a señores grandes tratando de agregarle espíritu a partidos que no lo merecen. O generar jugadas de peligro desde el tono, como si fueran cronistas de radio de los años cuarenta. Estamos mirando, muchachos. No hace falta.
Hay un mal endémico en los relatos de la televisión argentina, posiblemente culpa del Marcelo Araujo de la década del ‘90, uno de esos pioneros absurdos que lograron adelantarse a su tiempo para hacer mal las cosas antes que nadie. Impuso su estilo, eso sí. Pero era un estilo horrible, grosero, gritón, soberbio, condescendiente, estridente y –por lo que vimos después- perdurable. El mal consiste en buscar protagonismo, en esquivar los silencios casi de manera sistemática y en remarcar errores de árbitros y jugadores (que, sin ninguna excepción, resultan indignantes hasta el escándalo) mediante dos variantes: o bien tratando de acercarse al sentimiento del hincha o bien haciéndose el sabiondo a partir de una perorata erudita para explicar una boludez.
Muchos relatores se arrogan, desde la experiencia, la canchereada de saber todo lo que va a pasar. Son una especie de gurúes instantáneos y un poco insoportables que, en medio de un contraataque, anuncian: “Si se la pasa al ocho es gol”. De más está decir que a veces se la pasan al ocho y no es gol, porque el ocho es un papafrita que recibe como el demonio y todo termina en un lateral en defensa.
Increíblemente, esas dos vertientes marcadísimas aparecen absolutamente vigentes en los relatores de hoy. Nobleza obliga, pocas veces ocurre que las dos cuestiones se cruzan. Igualmente, tratan de adoctrinarnos demostrándonos lo mucho que saben o creen saber (tocando temas de reglamento con mayor o menor justeza, repasando conceptos tácticos que a veces son incomprensibles y haciendo memoria con mayor o menor fortuna acerca de datos y jugadores del pasado), o bien tratan de insuflarle emoción penetrante a un bodrio a base de ruido.
En ambas escuelas aparecen los que se arrogan, desde la experiencia, la canchereada de saber todo lo que va a pasar. Son una especie de gurúes instantáneos y un poco insoportables que, en medio de un contraataque, anuncian: “Si se la pasa al ocho es gol”. De más está decir que a veces se la pasan al ocho y no es gol, porque el ocho es un papafrita que recibe como el demonio y todo termina en un lateral en defensa. O porque el ocho manda un centro perfecto y el nueve define horrible. O porque el ocho le pega a un ángulo y la tapa el arquero rival. Sin embargo, jamás se escuchó a un relator vaticinar: “Si se la pasan al ocho la va a terminar atajando el arquero rival desde el ángulo”. Así estamos y así seguimos.
Nadie quiere que le adivinen un partido. Normalmente uno quiere que se lo relaten. Que le digan lo que va pasando. No lo que podría llegar a pasar. No lo que pudo haber pasado. Que relaten. Que vean y vayan contando lo que ven.
A veces el anticipo es más inocente pero igual de insoportable. Por ejemplo, toma la pelota Ortigoza y tiene a Mercier a dos metros. Está perfilado para pasarle la bola y el relator se adelanta a decir en voz alta la jugada más lógica: “Ortigoza para Mercier”. Pero en vez de dar ese toque, Ortigoza gira y se la pasa a Buffarini, que venía desde el otro lado. Ahora nos preguntamos, ¿por qué, amigo relator, por qué jugar con el azar de esa manera? ¿Por qué no esperar un segundo más para ver hacia donde saldrá la pelota?
Increíblemente, esto tiene una respuesta araujesca. Es para poder cancherear con el acierto. Por ejemplo, si un relator nos dice que el diez picó solo por la izquierda y désela, maestro, que se va y es gol, y el jugador que tiene la pelota efectivamente se la tira al diez y termina todo en un tanto, el relator en cuestión nos dirá después del grito desmedido: “Les dije que el diez estaba solo”.
En ese momento, el tipo debe sentirse un héroe. Debe pensar que el televidente se admira de su conocimiento y de su predicción, cuando lo más normal es que al televidente le importe un rábano todo eso.
Porque nadie quiere que le adivinen un partido. Normalmente uno quiere que se lo relaten. Que le digan lo que va pasando. No lo que podría llegar a pasar. No lo que pudo haber pasado. Que relaten. Que vean y vayan contando lo que ven. Que dejen comentar al encargado del comentario, que para eso está. Y que lo hagan con inocencia. Que en vez de calcular el muy buen pase que puede venir se sorprendan con el excelente pase que vino. O que se sorprendan con una burrada si es necesario, en vez de indignarse.
Muchas veces hablamos en las mesas de reunión de Un Caño de un fútbol sin relatores. Sin relatos, siquiera. Con dos voces en off hablando del partido como hablarían dos amigos. Contando historias que se les van disparando o analizando situaciones de juego que arroja el partido. Hablando de los jugadores, mirando fútbol como se ve en casi todos los hogares.
No pedimos tanto. Apenas un muchacho que nos cuente quién se la toca a quién, con discreción pero también con aplomo, seguridad, oficio.
El fútbol sería un poco más hermoso si contáramos con este tipo de relatores. Y si no pueden cumplir con la consigna… bueno, una idea: sonido ambiente y los nombrecitos debajo de cada jugador, que si lo pudo lograr la Play Station, seguramente lo puede idear la televisión para una transmisión en vivo.
Posiblemente todos la pasaríamos un poquito mejor.