Dejé de ir periódicamente a la cancha como periodista allá por 1994. Después de una década de ir dos o tres veces por semana a partidos del ascenso y de Primera, asumí una jefatura en el diario donde trabajaba (Clarín) y ya no me fue posible hacerlo. El mundo de la edición le ganó al de las coberturas.
Atrás habían quedado diez años de hincha en la popular todos los domingos y otros diez años de periodista recorriendo estadios. Veinte años no es nada, dice el tango. Pero en mi caso, eran un montón. Ya estaba exhausto.
En los 20 años siguientes fui una o dos veces al año con mis hijas y cubrí uno que otro partido in situ. Nada relevante. La relación con la cancha se hizo distante. La televisión fue el nuevo vehículo que me transportó a los estadios. Nunca me alejé del fútbol, pero sí del rito de ver partidos en vivo y en directo.
Otro desafío profesional me lleva ahora a recorrer otra vez las canchas cada fin de semana, como lo hacía aquel pibe ansioso por saltar y cantar en la popular o el joven periodista que descubría una profesión.
¿Qué cambió en estos 20 años? Antes que nada aclaro: me niego a decir que todo tiempo pasado fue mejor o que antes se jugaba un fútbol más atractivo. Es diferente, por supuesto, pero no mejor.
Lo que más me llamó la atención es cómo se comporta hoy, grupalmente, la gente que concurre a los estadios. No hablo de grupos etarios discriminados por su poder socioeconómico sino de un todo. Aunque, por supuesto, hay diferencia entre los muchachos de la popular y los que van a la platea.
Los primeros se mueven por la calle de a 20 ó 30, casi todos con ropa deportiva y, en ocasiones, acompañados por alguna botella de plástico cortada, con algún brebaje espirituoso. Los otros están más aislados en grupos familiares o de amigos (no más de 5 ó 6) y se van ubicando en las plateas para allí sí convertirse en masa.
Los de la popular cumplen sus propios ritos y si alguno se separa para hablar es difícil entender qué dicen. Es como si se dirigieran a uno en un dialecto desconocido, poco frecuentando por quien escribe estas líneas, y cuyo eje está centrado en la cultura del aguante. Son hinchas de sí mismos, más allá de la camiseta que calzan con orgullo. Se regocijan con sus canciones y se celebran como si todo comenzara y terminara en ellos.
Los de la platea son más desconfiados. Miran hacia los costados cuando se están acercando a la cancha y sólo se relajan cuando se sientan en su butaca. Allí es cuando despuntan el vicio: putean, agreden, escupen, se transforman en seres que suponen que el simple hecho de pagar una entrada les otorga el derecho a hacer o decir cualquier cosa. Se olvidan de quiénes son y de dónde vienen y se transforman en un todo agresivo, irreflexivo y poco tolerante de las diferencias. Son los que señalan a uno que creen de otro club y se sienten con el derecho a cagarlo a trompadas por suponer que es un extrapartidario o, peor aún, porque piensan de otra manera que ellos sobre una jugada circunstancial.
Está más que claro que algo cambió en la conformación del público que va a la cancha. Antes había líos, claro. Pero las peleas eran contra los hinchas rivales, la policía o porque detectaban a un punga que debía ser expulsado de la tribuna. Antes, entre hinchas, lo peor que te podía pasar era que te pegaran una piña. Era diferente si te enfrentabas con la policía. Ahí si te podían matar. Ellos, los canas, tenían las armas; los hinchas, los puños.
Hay diferencias entre el antes y el ahora. En ambos casos la cancha era y es un lugar violento. Peleas entre hinchas de diferentes clubes o enfrentamientos con la autoridad era lo que caracterizaba aquellos años que fueron entre el 74 y el 94. Ahora la sensación es distinta. Los barras pelean entre ellos por apoderarse de los negocios. Los hinchas comunes de la popular se miran al espejo y despliegan su onanismo sin rubor. Y los plateítas parecen siempre estar al borde del infarto; enojadísimos con todo y con todos.
Me dirán que las generalizaciones son riesgosas. Y es verdad. Hay de todo en la viña del señor. No todos los que van a la cancha enloquecen por el simple hecho de estar en una tribuna o en una platea. Pero debo decir que esta versión de 2015 de la mayoría de los hinchas, de lo que se percibe en un alto porcentaje, se aproxima bastante a la idea de una granada con la espoleta falseada. Da la impresión de que está por explotar frente al estímulo más simple o banal.
Nadie pretende que el público que va a la cancha se comporte como el que concurre al Bafici. Los estadios siempre fueron el envase que contuvo pasiones descarriadas o gestos explícitos de violencia urbana. Desde 1900 para acá, no hubo año que no terminara con uno que otro escándalo, con muertes absurdas o con peleas descomunales. Pero una cosa es eso y otra muy diferente es naturalizar y aceptar el hecho de estar sentado sobre un polvorín. No tiene ningún sentido lógico que el simple hecho de ir a la cancha nos deba preparar para atravesar las mismas aventuras que Indiana Jones en sus tres películas.
Sí, ya sé, la lógica y el fútbol no son un buen maridaje. Pero eso antes estaba limitado al juego. Y no a la gente que, presuntamente, va a disfrutar de un espectáculo deportivo. ¿Qué nos pasó en el medio? Es una buena pregunta con múltiples respuesta, ninguna de ellas muy convincente. Puedo recurrir a la eterna teoría del liberalismo de los 70 para acá que nos degradó como sociedad hasta las profundidades. Aquel demoníaco culto al éxito que tantos daños colaterales sembró en dos generaciones de argentinos. Pero me resulta demasiado simple. Hay algo más. Debe haber algo más. Una razón recóndita. Escondida. Inexplorada.
O tal vez no. A lo mejor la única razón está en el autor de estas líneas. Estoy más viejo y me perdí algo en estos 20 años. Algo que no se aprende mirando televisión o leyendo libros y que sólo se explica en el terreno, en la calle, en el territorio. Tal vez el problema está en quién observa y no el observado. ¿Cambió la sociedad o cambió quien observa a la sociedad? O mejor dicho: ¿cambió la sociedad y quien la observa se quedó detenido en un tiempo que ya no volverá?
Sea como fuere, tengo pocas respuestas certeras. O ninguna. Tal vez las encuentre después de ir a la cancha otras tantísimas veces. Tal vez allí descubra cuál es el nuevo genoma del hincha argentino. O la falla en ese genoma.