El termosellado, los paneles de poliuretano y la aerodinámica son parte de la jerga industrial relativa a la fabricación de pelotas con la que nos hemos familiarizado. Como las marcas, con el reino Adidas a la cabeza, renuevan los modelos tan pronto como pueden, asistimos de continuo a nuevas descripciones y nuevos hallazgos de los ingenieros, diseñadores y alquimistas abocados a la tarea.
En rigor, la querida número cinco ha ido virando hacia una versión de playa: muy colorida y con una levedad semejante a la del alma. Los arqueros se quejan a menudo de que su herramienta de trabajo viborea en el aire como un pájaro de vuelo indescifrable.
Antes de que las pelotas “oficiales” se transformaran en exponentes del apogeo tecnológico y en un elemento de marketing (cualquiera se puede comprar la pelota con la que juega Leo Messi, esa es la idea), los futbolistas argentinos le pegaban a una joya artesanal llamada Pintier.
Pesada como la culpa, maciza y brillante, en su blanco virginal se destacaba una estrella, sólo una. Fue un emblema de los años setenta. Cosida a mano y elaborada con cuero vacuno, embellecía con su elegancia las canchas criollas, muchas de ellas teñidas de amarillo por los crudos inviernos de otros tiempos.
Ciertos productos no eran tan accesibles entonces. Y los niños no jugábamos en los clubes ni en las plazas con la Pintier. Proliferaban en cambio algunas marcas ignotas, pelotas cuyos gajos tenían los colores de las distintas camisetas. La Pintier era profesional, la usaban exclusivamente nuestros ídolos. Sólo portentos como Alonso o Scotta podían darle un delicado efecto o la potencia de un misil a un objeto tan duro. Esa bola exigía un alto estándar de fortaleza física y de destreza. Ni hablar si te pegaba ahí o en la jeta un día de agosto. Sin duda, eran varones bien plantados aquellos futbolistas.
Su calidad de fetiche se revelaba cada domingo apenas el árbitro emergía del túnel con la pelota flamante, sin siquiera una brizna de pasto sobre su superficie. La Pintier refulgía como la cola de un cometa cuando viajaba de pie a pie o en forma de centro. Garantizaba un cuadro perfecto, dominado por los colores poderosos de las camisetas. Colores que cegaban comparados con la televisión, donde el fútbol se veía en una escala de grises.
La hermosa pelota puede verse en la página de la empresa. Allí, además del detalle técnico, a modo de reseña de su ilustre biografía, dice que fue “balón oficial AFA desde 1968 hasta 1995”, aunque su fecha de defunción es anterior.
La belleza de la Pintier era breve. Y esa fugacidad refuerza su carácter legendario. Como si se tratara de un artista entregado al desenfreno, la decadencia de la pelota sobrevenía al cabo de unos pocos partidos. Su esplendor de blanco inmaculado dejaba paso a una pelusa arratonada. La bola servía. Su consistencia rocosa no mermaba, pero ya no era lo mismo. Las Pintier marchitas se usaban en los entrenamientos y en los partidos de las divisiones inferiores. Alguna de esas pelotas sí quizá se colaba en un picado atorrante y facilitaba la experiencia iniciática de un grupo de niños azorados.