En 1952, un joven empresario del rubro automotriz viajó con un grupo de funcionarios a Detroit, Michigan. Allí, recorrió las fábricas más importantes de Estados Unidos, forjó relaciones con sus colegas estadounidenses y logró importar 681 unidades del Ford Falcon. A su regreso, amasó una considerable fortuna gracias a que logró convencer a la Policía Federal de cambiar los viejos Ford 1946 por estos nuevos modelos, mucho más modernos y confiables. Así nació la relación del pueblo argentino con el auto que marcó su historia, para bien y para mal. Aquel hombre que sedujo a magnates norteamericanos y políticos argentinos tiempo después se convirtió en uno de los personajes más influyentes de nuestro fútbol.
Alberto José Armando era capaz de todo. De ganar dinero tanto en el peronismo como en la proscripción, de revolearle un sifón a quien osara criticar a Henry Ford, de liderar una cruzada para cambiar la manera de entender el fútbol en el país, de pensar un proyecto faraónico sin medir consecuencias ni dificultades, de comprar un club para transformarlo en filial y luego hacerlo desaparecer, de inventar los torneos de verano y de generar amores y odios casi en igual medida. Nada era imposible para Armando y así lo demostró a lo largo de sus 78 años de vida.
“Se puede no ser campeón, pero por lo menos se deben mostrar tres cosas fundamentales: orden, organización y disciplina. Eso da la satisfacción de haber cumplido con lo más elemental para el quehacer nacional y deportivo”. Esta frase sirve para describir la forma de gestionar de Armando, un dirigente deportivo cuyos objetivos iban más allá de la pelota. A principios de los sesenta, fue el principal impulsor del fenómeno llamado “fútbol espectáculo”, que buscaba dejar atrás la filosofía que había hecho grande al fútbol argentino durante más de cincuenta años para abrazar una idea de show integral, en el que ganar y hacer dinero tenía más valor que el juego en sí mismo. En ese contexto, su figura creció hasta convertirse en la más trascendente de la historia de Boca Juniors.
Nació en 1910, en Santa Fe, pero se crió en San Francisco, Córdoba, donde se hizo amigo de Dante Panzeri, quien luego en la gran ciudad se convertiría en uno de sus más acérrimos enemigos. Comenzó en el rubro automotriz apenas quedó huérfano, a los catorce años. Su primer empleo fue de lava-autos, pero cinco años más tarde ya era gerente general de una concesionaria. Alberto Pavone, el dueño de la empresa, advirtió antes que nadie el olfato natural de Armando para los negocios y no lo dejó pasar. Sin Pavone, el protagonista de esta historia jamás podría haber llegado adonde llegó. Porque Armando primero fue un exitoso vendedor de Ford y después fue presidente de Boca. Una cosa no habría podido suceder sin la otra. No habría habido Ciudad Deportiva si antes no había venta de patrulleros.
Armando era un innovador conservador, si se permite el oxímoron. Sus proyectos estaban adelantados varias décadas, pero su forma de llevarlos a cabo era a través del orden y la disciplina, según el mismo lo explicaba. Era capaz de venderle aserrín a un carpintero y esa fue su mayor virtud. Por eso todos le creyeron cuando comenzó a explicar su descomunal plan en la Costanera Sur. Por eso tuvo éxito cuando un día se le ocurrió comprar autos para convertirlos en patrulleros o reemplazar a los tranvías por colectivos en la avenida Santa Fe. Sus locuras empresariales por lo general llegaban a buen término, mientras que sus ideas futbolísticas no siempre corrieron la misma suerte.
El “Fútbol espectáculo” fue una respuesta al fracaso de Suecia. Tras la derrota 6-1 de la Selección nacional ante Checoslovaquia, en la Copa del Mundo 1958, los cimientos del fútbol argentino temblaron. Entonces, los dos clubes más grandes del país presentaron novedosas ideas que crecieron con naturalidad. Armando y su colega riverplatense Antonio Liberti decidieron contratar futbolistas y entrenadores extranjeros, que trajeron nuevas formas de trabajo. El juego pasó a ser mucho más físico y el triunfo se convirtió en el bien más importante, quizás en el único. Esa fue una de las razones que enemistó a Armando con su viejo amigo Panzeri. La otra es mucho más simple y personal: Armando no le prestó dinero a un compañero del periodista y éste le hizo la cruz. De hecho, en una ocasión, el dirigente de Boca irrumpió en pleno programa de su ex amigo y lo insultó al aire, aunque después se arrepintió… porque allí también estaba Ernesto Lazzati, una gloria de Boca.
Fue presidente de Boca dos años entre 1954 y 1955, luego volvió a trabajar en su concesionario y en 1960 fue reelecto para permanecer hasta 1980 en el cargo. Su campaña también fue de vanguardia y hasta tuvo su propio tango que sirvió como jingle publicitario: “Un grito de justicia a la hinchada más bravía con este tango que dedico de todo corazón”, decía la letra. En sus más de veinte años de gestión, Boca ganó ocho títulos locales, la Copa Argentina de 1969, dos Copas Libertadores y una Copa Intercontinental. Sólo por eso –y sin tener en cuenta la estafa de la Ciudad Deportiva– es considerado como el mejor presidente de la historia del club. Él estaría de acuerdo con esa sentencia.
Armando era autoritario y sabía cómo hacer valer su poder, con demagogia y mano dura. Boca vivió de la manera que él quiso y siempre gobernó siguiendo sólo sus instintos y sus ideas. Fue uno de los principales responsables de que el clásico argentino se transformara en Superclásico. Es cierto que River y Boca siempre fueron los más grandes, pero Armando fue clave para que dejara de ser sólo un partido importante para convertirse en un hecho popular sin parangón. De hecho, apenas llegó el brasileño Paulo Valentim le dijo: “De los demás olvídese. Usted sólo hágale goles a River”.
En 1962 lideró otra empresa que nadie había ni siquiera imaginado: convirtió a un club del ascenso en filial de Boca. Pagó 7 millones de pesos por las instalaciones y dependencias de Arsenal de Llavallol, que cambió su escudo y sus colores para estar en sintonía con su nuevo “dueño”. El equipo tuvo algunas buenas actuaciones y disputó un reclasificatorio por el ascenso a la B, pero desapareció muy poco tiempo después, en 1968. Es decir que Boca lo compró, le sacó algunos jugadores y lo tiró a la basura.
Uno de los futbolistas que jugó en Arsenal fue Ángel Clemente Rojas. Armando lo conoció en un partido entre los combinados de las divisiones de aficionados de Argentina y Uruguay. Rojitas la rompió y apenas terminó el encuentro, el presidente se acercó y le dijo: “Pibe, quiero que venga a jugar a Boca”, a lo que el delegado del club de Llavallol contestó: “Don Alberto, el pibe no tiene que ir porque ya es de Boca, está a préstamo en Arsenal”. Años después, fue el encargado de comunicarle al jugador que lo estaban buscando de Real Madrid. Seguramente se sorprendió cuando Rojas le dijo que no quería irse. Él ya lo había vendido y tuvo que tirar atrás la transferencia.
Presidente de Boca más de dos décadas (hasta 1980), era capaz de todo. De revolearle un sifón a quien osara criticar a Henry Ford, de imponerle el Falcon a la policía para sus patrulleros, de comprar un club para transformarlo en filial y luego hacerlo desaparecer, de inventar los torneos de verano y de generar amores y odios casi en igual medida.
Su relación con la política nacional fue tan cambiante como la propia realidad del país. Su poder resistió en la democracia y en la dictadura con la misma fortaleza. En su juventud se autodenominaba como “justicialista pero no de Perón”, al igual que el General solía decir que era “de Boca pero no de Armando”. Tras el golpe cívico-militar de marzo de 1976, Carlos Lacoste se reunió con él para “sugerirle” que pidiera la renuncia de toda la cúpula de la AFA. Armando llevó el mensaje sin chistar pero David Bracuto rechazó el pedido, aunque poco después se fue sin hacer demasiado ruido.
Sus decisiones futbolísticas también fueron poco ortodoxas en muchas ocasiones. Después de la llegada de decenas de extranjeros en el marco del “fútbol espectáculo”, cumplió su sueño y contrató a José Sanfilippo, el gran goleador de la década del sesenta. Pagó una fortuna por el ex San Lorenzo, quien tras algunas buenas actuaciones y una interesante cantidad de goles se enfrentó con el jefe técnico Adolfo Pedernera y con el entrenador Aristóbulo Deambrosi, a quien le pegó una piña tras un partido. Armando respaldó a los DT y transfirió a Sanfilippo a Nacional de Uruguay. Aquella no fue su única determinación polémica, porque al poco tiempo sorprendió al mundo al contratar a Alfredo Di Stéfano, un emblema riverplatense.
En 1962, Boca se coronó campeón tras aquel penal histórico que le atajó Antonio Roma a Delem. Tras los festejos, el club hizo público algo que generó una gran controversia en la época: la dirigencia le regaló a cada integrante del plantel un Ford Falcon cero kilómetro. Aquel era un premio gigantesco que no tenía precedentes. De hecho, tras enterarse del incentivo que habían tenido sus rivales, un jugador de River afirmó: “Perdimos el campeonato por no tener plata. Si a mí me ofrecen un Falcon por ganar un partido, dejo todo en la cancha”.
Armando hizo un convenio de intercambio de futbolistas con el Príncipe Rainiero de Mónaco en persona; en 1978 afirmó que Diego Maradona iba a jugar en Boca; le pagó dos veces un premio a Carlos Salinas porque éste le mintió que había perdido el dinero en el avión y llevó con orgullo el mote de “el Henry Ford argentino”. Tuvo luces y sombras. El proyecto de la Ciudad Deportiva puede verse como el sueño de un idealista o como una enorme estafa. Los extremos se ven con claridad en la vida de este personaje.
A fines de los setenta, Boca venía de ganar dos Copas Libertadores e iba en busca de la tercera contra Olimpia. Lo que pasó lo explica mejor Osvaldo Domínguez Dibb, presidente del club paraguayo: “En el primer partido final de la Libertadores 1979 le ganamos a Boca Juniors en Paraguay por 2 a 0 (goles de Miguel Piazza y Osvaldo Aquino). Antes de la revancha en la Argentina, el presidente de Boca, Alberto J. Armando, en el hotel me abrió un maletín que tenía 40 mil dólares. Para esa época era un dineral. Quería que Olimpia perdiera para jugar un tercer y decisivo partido en Montevideo. Le dije: `Compadre, Olimpia va a jugar a muerte, no acepta ni una transa fuera de lo deportivo y rechazamos su ofrecimiento, porque mi país necesita gloria y no plata´. Jugamos la revancha, empatamos 0-0 y dimos la vuelta olímpica en el mismo estadio de La Bombonera”.
Armando tuvo el mérito de saber cuándo innovar y cuándo aceptar el orden establecido. Tenía la inteligencia y el empuje para hacer revoluciones, pero el poder y el dinero muchas veces le nublaron esas capacidades. Se dice que es el autor de la frase “Boca es la mitad más uno” y ese es uno de los motivos por los cuales aún hoy el hincha de Boca lo ve como un símbolo del club, aunque no haya jugado ni un minuto con la camiseta azul y amarilla.