En Inglaterra, durante muchos años se jugó al fútbol en el día de Navidad. En una época sin TV y muy anterior a la internacionalización de la Premier League, la liga inglesa consideraba que el 25 de diciembre era un buen momento para juntar en los estadios a multitudes que no tenían demasiado entretenimiento y no debían trabajar durante la jornada.

Hay muchas historias hermosas de esos partidos oficiales pero un poco relajados que se jugaban después del brindis de nochebuena. Muchas tienen que ver con el alcohol, pero una -íntimamente ligada con el clima- parece superarlo todo.

Fue exactamente en la navidad de 1937: Gran Bretaña amaneció bajo una espesa niebla y muchos partidos tuvieron que suspenderse. Uno se jugó: el de Chelsea contra Charlton Athletic, en Stamford Bridge. Incluso llegaron a estar 1-1 tras un primer tiempo con visibilidad aceptable.

Pero en la segunda etapa la bruma londinense empezó a empeorar y ya no se veía nada. Nada de nada.

El arquero de Charlton, Sam Bartram, perdía de vista a sus compañeros cuando el equipo iba al ataque. En su campo visual, no quedaban ni siquiera los defensores. Reaparecían, como mágicamente, cuando atacaba el Chelsea. Obviamente, tampoco veía las tribunas ni lo que pasaba en el campo rival. Su pequeño mundo durante esos minutos era el área.

En un momento dado, pasaron casi quince minutos en los que Bartram quedó solo con su arco. Evidentemente, no los atacaban. “Los pibes deben estar dándole una paliza a estos muchachos”, dijo haber pensado el arquero.

En un momento dado, Bartram quedó solo con su arco durante un tiempo que le pareció largo. Bastante largo. Inusualmente largo. Evidentemente, no los atacaban. “Los pibes deben estar dándoles una paliza a estos muchachos”, dijo haber pensado el arquero cuando escribió su autobiografía. “Cada vez veía menos y menos a los jugadores. Estaba seguro de que dominábamos el partido pero me parecía obvio que no habíamos hecho un gol, porque mis compañeros hubieran vuelto a sus posiciones de defensa y yo habría visto a alguno de ellos. Tampoco se escucharon gritos de festejo”, escribió.

El uno tenía que tomar una decisión, y prefirió no arriesgar. No sabía si podía llegar una contra rápida porque sencillamente no veía la pelota. Se quedó debajo de los tres palos, asumiendo que su equipo estaba en ofensiva, y en caso de aparecer un delantero rival entre la niebla él podría reaccionar a tiempo. “Trataba de calentar trotando en el lugar y en un par de ocasiones me acerqué al borde del área grande para ver si podía espiar algo de lo que estaba pasando más allá de la mitad de la cancha”. No tuvo éxito.

Después de varios minutos, finalmente apareció una figura desde el blanco de mitad de cancha. No corría, caminaba. Y tenía uniforme policial. “¿Qué estás hacienda acá todavía?”, le preguntó el oficial, desconcertado, al guardametas del Charlton. “¡Pararon el partido hace como quince minutos! ¡El estadio está completamente vacío!”.

Bartram no entendía. Se fue a los vestuarios y encontró a sus compañeros duchados y cambiados, destornillándose de risa por el boludo del arquero, al que decidieron no avisarle nada de la suspensión para ver cuánto tiempo se quedaba esperando en la niebla.

Chau. Felicidades.