Conocí a Marcelo Bielsa en junio de 1992, en Cali. En aquella época yo trabajaba para Clarín y Bielsa dirigía a Newell’s.
Mi primer contacto fue en las calles colombianas. Nos cruzamos y, después de las presentaciones de rigor, me invitó, junto a otros periodistas, a ver algunos videos en la habitación de su hotel. Pegamos buena onda y durante esa semana charlamos varias veces. Siempre de fútbol, nunca de la vida o de otras cosas. El trato era distante.
Dos anécdotas me quedaron grabadas de aquel viaje. Una fue la charla previa al partido ante América de Cali, narrada por mi compañero de viaje, el fotógrafo Jorge Durán. Al terminar la charla, todos partieron hacia diferentes lugares y el único que quedó en el salón fue el Loco Berti, el volante central de aquel equipo.
Bielsa y Berti quedaron frente a frente mirándose a los ojos durante varios segundos (¿un minuto, tal vez?) ante la mirada atónita de algunos fotógrafos. La escena, finalmente, terminó cuando Bielsa, sin sacarle los ojos de encima a Berti, le dijo: “Usted ya sabe lo que tiene que hacer, ¿no?”. A lo que Berti asintió. Se dio media vuelta y se fue.
Luego del partido que Newell´s empató angustiosamente emprendimos el regreso y en ese viaje conocí otra faceta del entrenador: tenía (¿tiene?) terror a los aviones. Pocas veces vi a una persona sufrir tanto. Iba erguido, agarrado del asiento de adelante, clavando las uñas en el respaldo y desorbitado. En un momento me paré y al verlo le dije: “Estás re loco, Bielsa”. A lo que me respondió con una mueca de terror: “Sí. Pero ni te imaginás cómo vas a estar vos a mi edad”.
Fue un vuelo complicado, de esos lecheros. Cuando quedamos varados en Salta sucedió otra escena surrealista. Bielsa lo encaró a Durán y le dijo: “¿Qué te parece si nos vamos en colectivo? Arrancamos para la ciudad, nos comemos unas empanadas, nos tomamos el micro y mañana a la tardecita estamos por Buenos Aires”. Durán y yo nos miramos absortos. Un rato después, todos subíamos al avión. Y Bielsa volvía a parirla.
Cuatro años después fui a buscarlo a la concentración en el hotel Presidente, cuando ya dirigía a Vélez. Lo quería convocar para realizar unos seminarios de capacitación para los periodistas de Olé.
Bielsa había cambiado. Era más parecido al hombre que después asumió en la Selección: más hermético, más desconfiado y, también, más golpeado.
Aceptó brindar los cursos sin cobrar un peso. “Me parece atractiva la idea de darle más herramientas de juicio a los periodistas”, dijo. Y se presentó una semana después ante el auditorio cargado de gráficos y muchísimas explicaciones sobre los diferentes sistemas de juego de la historia. Allí nos enteramos que su modelo de juego eran los equipos de Louis Van Gaal. Y tantas otras cosas que luego nos servirían para entender qué les pasa a los técnicos en los bancos de suplentes o por qué toman algunas decisiones.
Después de un tiempo, alguien me dijo que Bielsa había quedado decepcionado por aquel encuentro con los periodistas de Olé. “Utilizaron aquella charla para criticarme”, me comentaron que había dicho, aunque nunca pude confirmar si era cierto su malestar. Como todos saben, Bielsa es inabordable y, cuando él lo decide, nadie se le puede acercar.
La última vez que lo vi fue en Ezeiza. Yo estaba en El Gráfico y queríamos hacerle una nota. Como no había posibilidad de una exclusiva, cinco periodistas de le revista concurrimos a la concentración de la Selección para realizar preguntas varias durante la conferencia de prensa. Sabíamos que la mayoría de los periodistas se retiraba de la sala al cabo de media hora de charla y, por eso, aprovecharíamos la disponibilidad de Bielsa para hablar de todos los temas en ese ámbito sin restricciones horarias. Sería una especie de exclusiva lograda con artilugios.
Estuvimos como una hora y media en un ida y vuelta interesantísimo. Bielsa, que no es ningún boludo, se dio cuenta claramente de la triquiñuela que habíamos planeado pero aceptó sin chistar. En un momento, incluso, pensó que no había más preguntas porque nosotros estábamos esperando que la mayoría de los periodistas se fueran, por lo que amagó a levantarse. Allí le dije que no habíamos terminado y él volvió a su puesto después de disculparse.
Soy un convencido de que la honestidad no es una virtud sino una obligación. Por eso me niego a elogiarlo por ser honesto. Pero sí puedo decir que, después de 24 años de profesión, Bielsa fue el entrenador más inteligente, capaz e incorruptible que conocí. Y aquí sí, más allá de las derrotas o triunfos circunstanciales (¿quién no se ha mandado una cagada a lo largo de su vida?), lo convierte en un tipo especial. O casi espacial. Llegado desde otra galaxia.
Este artículo fue publicado en el número 7 de la edición impresa de Un Caño, en diciembre de 2005.