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Nuestros amables lectores sabrán disculpar un breve comentario autorreferencial a manera de introducción. Los siete sobrevivientes que todavía insistimos con esto de hacer UN CAÑO (el amigo Pedro Saborido nos llama La Patrulla Perdida) somos, ya se habrán dado cuenta, amantes de la gráfica. Nos extasiamos con el aroma del papel y nos encanta mancharnos los dedos con tinta. Por eso, y a pesar de que algunos ya llevamos más de 30 años de profesión, en nuestras reuniones semanales de redacción todavía fantaseamos con la anacrónica idea de volver a editar una revista de papel. Nos preguntamos qué contenidos podrían interesarles a nuestros potenciales lectores y por qué habrían de invertir, aunque sea de vez en cuando, unos pocos pesos en nuestro enjundioso producto. No hallamos respuesta. Tal vez por eso nos gustó tanto la historia de un tal Lorenzo Traverso, un tipo que percibió una necesidad novedosa entre los hinchas de fútbol y se le ocurrió pergeñar un negocio que incluía, entre otras locuras, la edición de una revista de papel.

Y a propósito, si nos quieren dar una mano para que de alguna manera UN CAÑO vuelva al papel pueden ingresar en https://www.idea.me/proyectos/58437/un-cano-edicion-mundial ver nuestro proyecto de libro y en el mejor de los casos, comprarlo o colaborar.

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La clave del Alumni

En los albores del profesionalismo, el fútbol  movilizaba multitudes y empezaba a convertir a los aficionados en ávidos consumidores de información. Todos los partidos se jugaban los domingos a la misma hora, así que para estar actualizado en la materia y despuntar el vicio sólo había dos opciones: ir a la cancha o quedarse en casa a escuchar las transmisiones radiales, en las que los floridos relatores de la época, daban cuenta de lo que sucedía en un estadio, además de informar las alternativas de los resultados de los restantes partidos.

En 1932 el empresario Lorenzo Traverso percibió que en general, y sobre todo en las instancias decisivas de un campeonato, al público que asistía a una cancha le interesaba mucho conocer los resultados de los partidos que se jugaban en las otras. Y no había forma. No se había inventado, aún, la radio a transistores.  Se le ocurrió a Traverso que instalando en cada cancha una gran estructura metálica, visible desde todos los ángulos,  que sostuviera un tablero con casilleros y carteles intercambiables, en los que se pudieran poner los nombres de los equipos y, a través de algún sistema de comunicación habilitado en cada estadio, ir actualizando los resultados, gol a gol, se le podría brindar un gran servicio a los espectadores. Se preguntó Traverso, por qué ese gran servicio debería ser gratis. O, lo que es lo mismo, de qué manera usufructuar con ese gran servicio. Sin dudas pensó, adelantado a su tiempo, algo así como “…Lo más democrático es que aquel que quiera saber los resultados, que pague…”

reserva 350Fue allí que el intuitivo Lorenzo Traverso constató una de las máximas de la industria periodística y del capitalismo en general: La información es poder. Entonces decidió que en los tableros que pensaba instalar en los estadios no se consignaría el nombre de cada equipo de los que se enfrentaban en las otras canchas, sino una sólo una letra, asignada arbitrariamente a manera de clave para cada uno. Y esa letra iría cambiando fecha a fecha. Estudiantes, por dar un ejemplo, un día sería lapero la semana próxima la o cualquier otra letra. Y Huracán que ese día enfrentaba a Estudiantes sería la X y la próxima semana cualquier otra. Es decir, que estando en la cancha, para saber el resultado de Estudiantes vs. Huracán, había que saber que letra era Estudiantes y que letra era Huracán. Y así con todos los partidos.

El cartel era gratis, pero para descifrar lo que decía el cartel, había que saber una clave. Y esa clave, que cambiaba cada semana, venía en las páginas de la revista Alumni, que era, ya lo habrán descubierto, la pieza que cerraba el círculo y daba sentido al negocio que se le había ocurrido al empresario, y ahora editor, Lorenzo Traverso.

Esplendor y decadencia

Alumni, era una revista modesta, de papel  barato, sin muchas pretensiones periodísticas y mucho menos literarias. Su único objetivo era comercial, aunque su nombre, paradojicamente, homenajeaba al equipo emblemático de la romántica época del fútbol amateur. El pasquín no tardó en hacerse popular y el pregón de sus vendedores: ¡Al  Alumni con la clave!, pasó a formar parte de la banda sonora habitual en las inmediaciones de las canchas argentinas. Tenía una tirada regular de 200.000 ejemplares.

tapa 350Su contenido era básicamente de estadísticas. Tablas de posiciones de Primera y Reserva, goleadores, fixtures. Una sección de chimentos, un editorial sobre la marcha del campeonato y no mucho más. Tenía mucha publicidad, que apuntaba a un tipo de público muy definido (lo que hoy se llama target) al que se le podía vender desde cigarrillos, bebidas alcohólicas y ropa de trabajo, hasta radios eléctricas y hojitas de afeitar.

Pero como quedó dicho, la médula del negocio era que la revista se comprara para tener acceso a las claves para decodificar la información que iría apareciendo en los tableros a medida que se jugaran los partidos. Para establecer un parámetro: en 1954 El Gráfico costaba $1,50 y salía los viernes. Por $1 con la revista Alumni,  el comprador podía enterarse  “al instante” -además de las variaciones de los resultados-  de los autores de los goles, los penales sancionados, errados o atajados. Los jugadores que salían lesionados (en aquel tiempo no había cambios), los lesionados que volvían al campo, los partidos suspendidos y otras alternativas de los matches que se jugaban en las otras canchas, ya que cada una de esas variantes del juego estaba representada, en el sofisticado sistema inventado por Traverso, por una chapa de un color o una figura geométrica determinada.

goleadores 350Llevar adelante ese negocio requería de una ajustada coordinación. En las oficinas de la revista, en la Avenida de Mayo al 700, se centralizaba la información que llegaba por la radio o por corresponsales especialmente destacados desde los distintos estadios. Desde allí, cuando se producía un gol en alguna cancha se informaba por teléfono a las demás – también se emplearon palomas mensajeras- donde  los operarios encargados del tablero trepaban por la estructura metálica y colocaban el cartel con la correspondiente información. El ruido de las poleas y las chapas llamaba la atención de los espectadores que inmediatamente dirigían sus miradas hacia el tablero, produciéndose un instante de suspenso y de murmullos, hasta que por fin aparecía la chapa que revelaba  la novedad. Y así como hoy nosotros miramos todo el tiempo la pantalla de nuestro teléfono móvil para ver las idioteces que publican nuestros amigos, los espectadores sacaban su Alumni  doblada en cuatro del bolsillo trasero del pantalón y descifraban la clave para enterarse  de lo que había pasado en otra cancha. Muchas veces hasta los mismos jugadores, de reojo,  prestaban atención a los resultados del cartel cuando el marcador de otros partidos influía en la colocación del propio equipo en el campeonato.

Mientras duró, fue un éxito. El Waterloo de la invención de Traverso, está claro, fue la aparición de la radio a transistores, a mediados de los años sesenta. La Spika en la oreja reemplazó a la Alumni doblada en cuatro en el bolsillo trasero del pantalón. La tecnología, como tantas otras veces lo haría más tarde, terminaba con la existencia una entrañable revista de papel, que ya no tenía sentido.

Las herrumbrosas estructuras de los tableros del Alumni resistieron, fantasmales, en lo alto de algunos estadios hasta bien entrados los años setenta, despertando la inevitable curiosidad de los hijos que preguntaban a sus padres sobre la utilidad de aquellos destartalados esqueletos oxidados.