Corría el invierno del 98. Su Vélez, una maquinita casi invencible que ganaba todo y, vaya paradoja, no le gustaba a sus hinchas, estaba cerca de lograr el Clausura. Por esos días fue frecuente ver al plantel en el Hindú Club de Don Torcuato, lugar donde, además, vivía el Loco, apodo que no tolera, aunque lo haya asumido. Así llegó una charla: “Amigazo, ¿en qué se va usted para su trabajo?”. “En tren”, fue la respuesta. No lo permitió e invitó a subir a una vieja camioneta Chevrolet, gastada, con un colchón en la caja trasera por si alguna vez surgía algún “imponderable”, cómoda y limpia, con una pequeña videocasetera portátil que se enchufaba al cenicero. Había sido un regalo del Toto Berizzo.
En la cabina, detrás de un volante que nunca conoció las manos de Bielsa porque el hombre detestaba con toda su alma la locura del tránsito de Buenos Aires, empezaron a llover las sorpresas. El tono campechano como bandera de las charlas, muy pocas veces de fútbol, como si necesitara conocer la visión del mundo que tenía por entonces ese periodista principiante. Los roles se invertían. Bielsa siempre preguntaba cosas: la familia, el trabajo, la violencia en las calles, cómo se viajaba en los medios de transporte, de los sueños que tenía uno. Cuando volaba hacia él algún interrogatorio, se transmutaba en ese murallón que se conoce públicamente. De todas maneras, algo se le escurría: su inclinación hacia el tango, también un poco de folclore, sobre todo si era de Roberto Rimoldi Fraga, su locura por el campo en días de invierno, con una buena ducha de agua helada y el posterior derretimiento al lado de la chimenea.
Faltaba una semana para el partido con Huracán. Si ganaba, Vélez era campeón. Luego de un entrenamiento se le pidió una nota a solas. “¡Cómo no! Ah, caramba. ¿Puede ser después de que haga una compras en el supermercado de enfrente?”. Y sí, claro que podía ser. “No, no, no me espere acá, venga conmigo, caminemos un poco”. Y se fue, nomás, ¿o acaso podía haber algo más atractivo que ir de compras con un tipo como Bielsa? Caminó entre góndolas como un fulano cualquiera: nadie se le acercó a decirle nada, ni a favor ni en contra. “¿Le gusta el queso?”, preguntó el entrenador. “Sí”. “¿Y un buen jamoncito crudo?”. Ni hablar. Además, se llevó dos cajas de jugo de naranja y un par de baguettes recién horneadas. Del otro lado, esperaba el grabador y la promesa de nota exclusiva. “¿Va para el centro?”, interrogó. Sí. “Vamos, suba”, ordenó.
En la cabina tapizada de cuero azul, el Loco abrió el pan y preparó algunos sándwiches. “Dele, hombre, coma, no tenga vergüenza”, tiró. ¿Y la nota, Marcelo? “Qué nota ni qué nota, coma que este queso es de primera, no se lo va a olvidar. Si quiere, le doy una nota si salimos campeones, pero ahora no joda y coma”.
En la cabina tapizada de cuero azul, el Loco abrió el pan y preparó algunos sándwiches. “Dele, hombre, coma, no tenga vergüenza”, tiró. ¿Y la nota, Marcelo? “Qué nota ni qué nota, coma que este queso es de primera, no se lo va a olvidar. Si quiere, le doy una nota si salimos campeones, pero ahora no joda y coma”. En unas diez cuadras el famoso queso y el jamón crudo eran un recuerdo de un lugar casi ficticio. Salió campeón un sábado. Cerca de medianoche, me paró en un pasillo del Amalfitani. “Mañana, a las 9 en punto, lo espero en el Hindú Club. Sea puntual porque me voy a Rosario. Por la nota que le prometí en el supermercado. ¿Todavía quiere hacerla?”. A las 9 en punto el técnico campeón del fútbol argentina se sentaba frente a frente con ese periodista principiante, en una estación de servicio. Nadie se acercó a felicitarlo.
Tiempo después llegaría la Selección, en el medio el Espanyol de Barcelona y una prolongada ruptura de nuestras charlas. Ezeiza nos puso otra vez en el mismo juego. Ya no fue con la frecuencia del día a día con Vélez, pero siempre aparecía algún huequito. Pero… “Mire, acá en la Selección quiero que haya igualdad para todos, que tenga el mismo trato el periodista de Jujuy que uno del mejor medio de Buenos Aires. Así que no vamos a hablar más. ¿Qué opina?”, preguntó como si una idea antagónica a lo que él ya tenía decidido pudiera cambiar algo. “Es justo”, apenas fue la respuesta. Han pasado cinco años y nunca más hemos vuelto a cruzar ni una sola palabra.
Este artículo fue publicado en el número 7 de la edición impresa de Un Caño, en diciembre de 2005.