Abro los ojos y no sé dónde estoy, ni quién soy. No es algo tan excepcional. Llevo media vida
sin saberlo. Aun así, esta vez me parece distinto. Esta confusión me da más miedo. Es más
total.

Alzo la vista. Estoy tendido en el suelo, junto a la cama. Ya me acuerdo. De madrugada me
he bajado de la cama y me he estirado aquí. Lo hago casi todas las noches. Me va mejor para
la espalda. Si paso muchas horas sobre un colchón mullido, siento un dolor insoportable.
Cuento hasta tres, y a continuación inicio el largo y doloroso proceso de ponerme en pie.
Suelto una tos, un gemido, me vuelvo hacia un lado, adopto la posición fetal y me coloco boca
abajo. Espero un poco. Espero un poco más a que la sangre empiece a bombear.

AgassoSoy un hombre joven, relativamente joven. Tengo treinta y seis años. Pero despierto como
si tuviera noventa y seis. Después de tres decenios corriendo a toda velocidad y deteniéndome
en seco, saltando muy alto y aterrizando con fuerza, mi cuerpo ya no me parece mi cuerpo,
sobre todo por las mañanas. Como consecuencia de ello, mi mente no me parece mi mente.
Desde que abro los ojos, soy un desconocido para mí mismo, y aunque, como digo, no sea
nada nuevo, por las mañanas la sensación resulta más pronunciada. Repaso brevemente los
hechos básicos: me llamo Andre Agassi. Mi mujer se llama Stefanie Graf. Tenemos dos hijos,
un niño y una niña, de cinco y tres años. Vivimos en Las Vegas, Nevada, pero actualmente
estoy instalado en una suite del hotel Four Seasons de Nueva York, porque participo en el
Open de Estados Unidos. Mi último Open en América. De hecho, se trata del último torneo en
el que voy a participar en toda mi carrera. Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el
tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado.

Cuando este último fragmento de mi identidad encaja en su lugar, me pongo de rodillas y
susurro: por favor, que acabe todo esto.

Y después: no estoy preparado para que acabe todo esto.

***

Después del desayuno, después de que Stefanie y los niños se hayan despedido de mí con un
beso y hayan salido corriendo rumbo al museo, permanezco sentado en silencio, y me fijo en
la suite. Es como todas las suites de hotel en las que me he alojado, aunque más aún, si cabe.

Limpia, elegante, cómoda: esto es el Four Seasons, o sea que es preciosa, pero sigue siendo
una versión más de lo que yo llamo No Hogar. Esos no-lugares en los que existimos como
deportistas. Cierro los ojos, intento pensar en esta noche, pero mi mente me lleva al pasado.
Mi mente, estos días, posee un efecto de retroceso natural. A la más mínima oportunidad,
quiere regresar al principio, porque ya me encuentro cerca del final. Pero no puedo
permitírselo. Todavía no. No puedo permitirme recrearme demasiado en el pasado. Me
levanto y camino alrededor de la mesa, compruebo mi equilibrio. Cuando me siento
mínimamente estabilizado, me dirijo a buen paso hasta la ducha.

Bajo el agua caliente, gimo y grito. Me inclino despacio hacia delante, me toco los
cuádriceps, empiezo a volver a la vida. Los músculos se destensan. La piel canta. Los poros se
abren. La sangre tibia fluye más deprisa por mis venas. Siento que algo empieza a
desperezarse. Vida. Esperanza. Las últimas gotas de juventud. Aun así, nada de movimientos
bruscos. No quiero hacer nada que pueda sobresaltar a mi columna. Dejo que siga dormida.De pie frente al espejo del baño, mientras me seco, me miro la cara. Ojos rojos, barba corta entrecana; un rostro totalmente distinto del que tenía cuando empecé. Pero también distinto

del que veía el año pasado cuando me miraba en este mismo espejo. Sea quien sea, ya no soy
el niño que empezó esta odisea, y tampoco soy el hombre que anunció hace tres meses que la
odisea tocaba a su fin. Soy como una raqueta de tenis a la que he cambiado la empuñadura
cuatro veces y las cuerdas, siete: ¿es exacto afirmar que sigue siendo la misma raqueta? Sin
embargo, en algún rincón de esos ojos sigo viendo, vagamente, al niño que, ya de entrada, no
quería jugar al tenis, al niño que quería dejarlo, al niño que, de hecho, lo dejó muchas veces.
Veo a ese niño rubio que detestaba el tenis, y me pregunto cómo vería él a este hombre calvo
que sigue detestando el tenis y que sigue jugando. ¿Se mostraría impactado? ¿Le divertiría
verlo? ¿Se sentiría orgulloso? La pregunta me fatiga, me aletarga, y apenas son las doce del
mediodía.

Por favor, que acabe todo esto.

No estoy preparado para que acabe todo esto.


*Extracto del libro Open: Memorias. Editorial Duomo, Barcelona, 2014.