Me fui sin saludar.

Muy lindo todo, la verdad. El Mundial, las noches de borracheras, los goles propios, los de los otros, las cargadas, el mate cocido, lo que vos quieras. Pero a mí no me gustan las despedidas, qué querés que le haga. Así que anoche, cuando la quietud empezó a adueñarse de “Saudade”, la pensión que me albergó en Brasil durante este mes inolvidable, me las tomé. No sé cómo le habrá caído a Amarildo, el viejo fabulero ese, dueño del hospedaje, que me haya retirado sin saludar. Capaz que esta mañana, cuando encontró vacía mi pieza, habrá reparado en unas palabras en clave que le solté anoche, mientras mirábamos juntos cómo esos cincuenta boludos tiraban piedras en el Obelisco: “Más que rasgarse las vestiduras, hay que rajarse”, le comenté, con los brazos cruzados por la impotencia.

Me ha pasado de todo en muy poco tiempo. Todavía me parece mentira que los de Un Caño hayan pensado en mí para enviarme a hacer una cobertura tan importante desde esta avenida. Porque no es para cualquiera cubrir un Mundial a semejante distancia del lugar de los hechos, eh, no crean. Qué arrepentidos estarán esos muchachos; intenté ser profesional al principio, pero debo admitir que la pasión me pudo y terminó desdibujando mis crónicas diarias. Si incluso hoy pensaba escribir sobre el planteo táctico de los alemanes, pero al final me dieron más ganas de dejar correr mi vena emotiva: que se vayan a la puta madre que los parió.

No hay derecho, viejo, a quitarle la ilusión a tanta gente. Ya sé, ellos son ochenta millones y nosotros cuarenta. Pero ellos tienen comida calentita todos los días, hasta aire acondicionado si quieren. Todos. Acá hay que apechugar todos los días. Ya lo sabemos: nunca es completa la dicha cuando un pobre festeja.

Tan desilusionado estaba que no quise ni desmontar el centro de operaciones mundialísticas que tanto esfuerzo me había costado crear. Allá quedaron la radio a pilas, el fixture de Casa Gomara, la linterna, la guía del Mundial que encontré tirada en la calle el primer día, la taza con las caras de mis sobrinos… A eso de las tres de la mañana me calcé el bolso al hombro y arranqué para la estación. Tal vez tendría que haberle dejado una notita aunque sea a Elsa, la franquera de los fines de semana, que ayer me hizo un caldito para reanimarme. Pero bueno, me salió así.

Cuando llegué a Once, un poco cansado por las cuarenta y cinco cuadras caminadas, vi que el tren ya estaba en el andén. Me colgué como pude de la formación para iniciar lo que formalmente las autoridades ferroviarias llaman “El Ranquelino”, un trayecto que en sus buenas épocas llegaba hasta General Alvear, en Mendoza. Ahora no sé dónde termina, a mí me alcanza con que me deje en casa. No éramos muchos en el vagón, por suerte, así que pude acostarme en una fila vacía. Igual es difícil dormir en el tren con semejante traqueteo, a pesar de al menos en este viaje no se escuchan las voces de los vendedores ambulantes. No lo hubiera soportado.

Amargado y todo, traía puesta la camiseta de la Selección. En la espalda le escribí “Augusto”, en homenaje al pobre muchacho que no jugó ni un minuto. Otra que Mascherano, ese muchacho sí que debe estar triste. Pero bueno, así es la vida.

Tan linda que cuando empezó a amanecer, estaríamos llegando a Lincoln calculo, uno que venía en el asiento de atrás se despertó y empezó a cantar, al principio con timidez. A los cinco minutos terminamos abrazados, los dos a los gritos en el medio del pasillo. “¡¡¡Rusiaaaa, decime qué se siente!!!”.
estación ameghino
Posdata: Gracias por todo, me despido desde mi pueblo. Olvídense de mí por cuatro años.