A los muchachos de la redacción ya no los conforma que mi cobertura se distinga sólo por hacerla desde Brasil. Ellos quieren más. Un poco los entiendo, porque están acostumbrados a la brillantez, a las ideas originales, a las salidas geniales de su prestigioso staff.

Bueno, de eso no tengo.

Con esa certeza pesando como una roca sobre mi espalda, me pasé la mañana de ayer sumido en hondas cavilaciones, buscando inspiración. Un poco, es verdad, me estaba asaltando un principio de angustia, lo que algunos llaman el síndrome de la página en blanco: no saber de qué carajos escribir. Porque yo sé mejor que nadie que estos tipos están invirtiendo mucho en mí: a los pasajes ida y vuelta de Ameghino hay que sumar lo que les cobra Amarildo, el dueño de “Saudade”, para albergarme cada noche en su pensión. Ni quiero que me digan cuánto les sale esta joda, me predispondría peor.

Pero a eso de las dos de la tarde, y con el bagre picando, decidí que la crónica del día tenía que salir de un hecho fortuito. Si al fin y al cabo, todo lo que había sacado en concreto de las cuatro horas de meditación fue la resolución de un modesto sudoku. Así que me fui.

Bajé por Brasil hasta la 9 de Julio con ese andar errante propio de un niño. Tal vez un poco afectado por el vino moscato que bebí durante mi introspección matutina, lo acepto. Doblé por 9 de Julio y al llegar a la esquina de Belgrano retomé por esa avenida, alborotado por unos ruidos. Hice media cuadra y divisé el origen de la algarabía: un restaurante repleto de señores regordetes y hablar alto. Era, según leí en el cartel de la puerta, un centro vasco francés. Igualito a mí. Ya está, tenía la señal que necesitaba.

Entré despacio, como pidiendo permiso, pero ni se percataron. Busqué alguna mirada que me diera la bienvenida, deseoso de contarle a alguien que mi apellido es en realidad “Elicetxe” y que significa “el que vive cerca de la iglesia”. Pero ni bola. Estaban hipnotizados con la pantalla gigante del fondo, que mostraba a Casillas dándose la mano con Bravo: estaba por empezar el partido. Así que pensé que lo mejor era caerles simpático: al primer tiro al arco de España que pasó cerca, me paré y arremetí con el clásico “uuuhhh”, tomándome la cabeza.

Al final, cuando La Roja le ganó a La Roja (ah, me olvidaba, como anticipamos acá), vino uno del fondo y propuso brindar por la eliminación de España. Abrió tres botellas de txacolí (un vino ácido, me aclararon después de que ya lo había empinado) que corrieron más rápido que Sergio Ramos para la casa.

Uno me miró, casi apiadándose, pero no me dijo nada. Un poco raro, me pareció el tipo. Hasta que al ratito Vargas dejó sentado en el piso al novio de Sara y gol de Chile. Me tapé los ojos, compungido, para no ver cómo entraba la pelota. Pero no pasó un segundo y se vino el estallido. Ay mi Dios, cómo gritaban esos vascos… “¡Gol, gol, gooooool, por Euskadi!”, festejaba un viejito y revoleaba el bastón. Otro tiraba la boina para arriba, poseído. Ni hablar cuando vino el segundo; el centro vasco ya parecía el estadio Nacional de Santiago. Bombas de estruendo, cañitas voladoras, niños con chasquibún… Empecé a temer que alguno se acordara de mis gestos ampulosos del principio y dejé el documento arriba de la mesa, por si alguno me acusaba de infiltrado.

Al final, cuando La Roja le ganó a La Roja (ah, me olvidaba, como anticipamos acá), vino uno del fondo y propuso brindar por la eliminación de España. Abrió tres botellas de txacolí (un vino ácido, me aclararon después de que ya lo había empinado) que corrieron más rápido que Sergio Ramos para la casa.

Qué gente eufórica, mis coterráneos. En cualquier momento vuelvo.

Bueno, podría ser hoy mismo: me dijeron que ya estaban preparando municiones con bolitas de migas de pan. Se las van a tirar a la tele esta tarde, cuando asuma Felipito.

Día 8. Vuelve la Celeste: Luisito Suárez se gana para siempre el odio inglés.