Mientras me acostumbro a la Internet no salgo de mi asombro por cómo la gente anda por la calle “encadenada” por correas invisibles a unos dispositivos portátiles. Es muy extraño eso de andar leyendo tanto de una pantalla mientras echo de menos el tacto áspero de los periódicos. Sin embargo me doy cuenta de que me cuesta más acostumbrarme a mi cuerpo y a mi rostro que a la aceleración tecnológica. Digamos que, cuanto menos, me está resultando más problemático.
Pronto a partir de Leningrado a Moscú, sufrí un percance en una casa de té, adonde concurrí en busca de información de primera mano entre los colegas del mundo, ya que el centro de prensa de esta ciudad aún no ha abierto sus puertas. Aunque todo me resulte novedoso y tanto estímulo termine por cansarme a mitad de cada jornada, la preocupación que voy sintiendo me abruma: siento y presiento que la Guerra Fría ha entrado en una fase crucial y que la Tercera Guerra Mundial está a punto de estallar.
Emprendí una caminata, estimulado por el bello clima estival, siguiendo por unas cuadras el curso del río, a través de embarcaderos y edificios monumentales, y recordé una frase de Alejandro Dumas: “Dudo que haya algún sitio en el mundo con unas vistas comparables al panorama majestuoso que se desplegaba ante mis ojos mientras estaba de pie en el dique de granito del río Neva”.
Llegué al centro histórico de la ciudad, y en el 28 del Nevski Prospekt, subí a una casa de té con una impresionante vista de la catedral de Kazan. La obscena riqueza de las construcciones históricas se combina aquí demasiado estentóreamente con la de los funcionarios de la Nomenklatura, que se exhiben sin mayores recatos. El europeísmo petersburgués resulta proverbial sin necesidad de haber leído el libro de Marshall Berman Todo lo sólido se desvance en el aire.
Agucé los oídos hasta que encontré lo que buscaba: un españolísimo acento español, proveniente de una mesa situada junto a una cristalera (el antiimperialismo es algo popular, casi innato, entre las gentes de pueblo soviéticas, ya pocos hablan en inglés, a pesar de que esté contemplada su enseñanza en los programas oficiales de educación desde los tiempos de Jruschev). Los españoles, que resultaron ser periodistas del diario deportivo Marca, estaban a los gritos.
-Abelardo, tú que has seguido la campaña del Sevilla, ¿el tío ése que nos mira, en el otro salón, no es el vivo retrato del Sampaoli, el entrendador de Argentina? ¿Será él, acaso? –escuché que decía uno de los contertulios, bastante picado de cerveza.
-¡Joder, que es igualito! –retrucó el que presumo que era Abelardo.
-Oye, Jorge –me espetó el primero-, ¿es cierto que te has follado a la asistenta de cocina del campus de AFA?
Entre jarras de cerveza rubia y comentarios jocosos sobre un partido en el que presumo que España goleó a Argentina, logré explicarles que no era Sampaoli y, además, sondearlos un poco.
Me enteré, así, de que el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salmán, estaba llegando a Moscú ese día. No compartí mis preocupaciones por temor a que me tomaran por indiscreto, pero me asaltó un miedo obsesivo de que Bin Salmán se convirtiera en el nuevo archiduque Francisco Fernando, aquel que fuera asesinado el 28 de junio de 1914 en Sarajevo y cuya muerte desencadenó un montón de hechos que desembocaron en la Primera Guerra Mundial.
No digan que no se los advertí: esta Copa del Mundo puede entrar en la historia como el teatro perfecto en el que se desencadenó la última y definitiva conflagración internacional.