Salí del freezer hace pocos meses y no termino de acostumbrarme a los cambios abruptos que debo enfrentar. Durante 28 años, mi conciencia flotó por sobre campos de frutillas, entre semáforos de mermelada y soldados con caras de perros, escuchando las supuestas voces de los ángeles de tiempos pretéritos.
Fueron 28 años blancos como los inviernos rusos. Me desvanecí la tarde del 8 de julio de 1990 y me desperté hace cinco días, bastante avanzado el siglo XXI, en una clínica psiquiátrica en las afueras de París: amnesia total por casi 30 años, cual criogenización a temperatura ambiente. Mis amigos del siglo XX, antiguos compañeros de redacciones, lograron acreditarme a último momento al Mundial de este año para una revista que se llama Un Caño, a la que le dicen medio. Acabo de llegar a Leningrado, donde retiré mi acreditación a la vigesimoprimera Copa del Mundo de FIFA, lo que implica asumir que me perdí nada menos que seis mundiales.
Todo es muy raro, empezando por estar vivo y consciente, y siguiendo porque el nombre de la competencia es Rusia 2018 y no Unión Soviética 2018. Concesiones al imperialismo socialburgués de la FIFA que no dejan de llamarme la atención.
Mi último recuerdo secular fue el penal que el árbitro mexicano Codesal le cobró a Sensini en la final de Italia 90 entre Argentina y Alemania Occidental. Un penal pequeño, pequeño; una ofensa mucho más pequeña, de todos modos, que la ofensa mayor que cometió contra el deporte esa banda de asaltantes con la camiseta argentina, que con media jugada de gol pasó de octavos a semifinales a fuerza de penales. No recuerdo, pues, si me desmayé de la bronca o de la alegría.
En ese partido, que se jugó en el ex Foro de Mussolini y que ganaron los alemanes federales, se ve que tuve un lapsus y desperté hace poco, tendido en una cama blanca, en una habitación blanca, con la mente lógicamente en blanco. Y 28 años después, me hallo contemplando el río Neva, desde el balcón de una habitación de hotel, dispuesto a cubrir los avatares del primer campeonato mundial de fútbol que se realizará en la Unión Soviética.
Me cuentan, con cuentagotas, que el mundo ha cambiado mientras no estuve presente. Me dicen que cambió bastante más que el fútbol, y que los envíos deberé realizarlos por algo llamado Internet; algo que dominan, me dicen, hasta los pibitos del jardín de infantes. No obstante, llevo pegada en la contratapa dura de mi libreta de apuntes un protocolo de transmisiones para realizar desde la computadora portátil, que comienza: “1. Ir a Escritorio y dar doble click en el ícono de Google Chrome. 2. Dar un click en la leyenda Gmail…”.
Ayer estuve observando videos de la selección argentina, guardados en un disco óptico de última generación, que llaman DVD, y que según mis amigos es ya una tecnología muy obsoleta. Lo importante: me maravillé con este muchacho Messi. Creo que se trata del jugador más increíble que he visto con la camiseta argentina.
De todos modos, he de confesar que más que los cambios tecnológicos y el talento de Messi, me siento asombrado por el nivel de penetración del capitalismo en el mundo del socialismo real. Y más sorprendido aún, me sentí de ver mi cara, al querer afeitarme por las mías por primera vez en décadas: ¡estaba contemplando el vivo retrato de mi tío abuelo! Con una sorpresa adicional: el rostro que me devolvió el espejo es increíblemente parecido al del DT de Argentina, un tal Sampaoli que nunca jugó al fútbol. Moscú seguirá sin creer en lágrimas o en dólares, pero ciertamente cree en un fetiche que hubiera hecho las delicias más lisérgicas de De Gaulle y Adenauer: el euro. Hasta el próximo despacho.