El frenesí que genera la Copa del Mundo tiene una poderosa dinámica propia. Mientras descendía en la estación de Leningrado, en Moscú, tras haber realizado la travesía en un cohete que responde al nombre de Sapsan, seguí intentando ponerme al día en lo que acontece a la marcha del mundo y a la del deporte del fútbol, al menos, sintiendo una profunda angustia frente a lo inconmensurable de la tarea… y frente a los datos de la realidad que multiplican el desencanto y alimentan mis peores pesadillas.
Tras visitar el centro de prensa y retirar los boletos para el partido inaugural y el primer encuentro de Argentina, una cierta comezón en la coronilla se volvió insoportablemente intensa. Recordé que el cuerpo recuerda y procesé la información que me enviaba: “Cuidado, varón, que no estás solo”.
Miré hacia atrás y lo que percibí no me gustó. Gog y Magog me espiaban detrás de sus respectivas corpulencias y anteojos de sol. Me rasqué con fuerza… Eran dos robustos camaradas, de ésos que no suelen tener dudas cuando de ejecutar una orden superior se trata, y que a menudo reciben órdenes que tratan, precisamente, de ejecutar sospechosos y objetivos. No soy un experto en espionaje pero no hacía falta serlo. Probablemente varios enviados estarían corriendo una suerte parecida. Por lo menos, aquéllos que tuvieran papeles tan sospechables como los míos.
Un tipo al que se lo había tragado la tierra en Roma en 1990 y reaparecía en Moscú 28 años después, procedente de París, bien valía la pena el gasto preventivo de algunos rublos del pueblo soviético. La seguridad del estado así lo prescribía. Pero todos sabemos que la preservación de la seguridad del estado del paraíso de los trabajadores no tiene límites. Y que la vida de un extranjero ignoto, claramente no es siquiera tematizable como límite.
Así que aquí estoy, encerrado en una habitación en una pensión de la peatonal calle Arbat, rascándome la coronilla con los dedos ensangrentados, esperando el momento en que Gog y Magog vengan a buscarme. Cada tanto, me asomo al espejo y veo la cara del tipo éste, el técnico de la selección argentina, y comienzo a elucubrar en clave dostoievskiana: ¿quién soy en realidad? ¿Soy el que recuerda esa memoria borrosa perdida hace casi 30 años; una especie de feo durmiente de un bosque de Roma? ¿O soy el producto de una conspiración extraña, un doble de cuerpo fraguado por oscuros intereses incomprensibles para mí? ¿Sufro de paranoia o manía de grandeza? ¿Soy el doble de Sampaoli o una duplicación?
Por lo pronto, si a la Selección le sigue yendo como lo que mostró frente a Islandia, partido que terminé viendo encerrado en este cuarto sin entender una palabra de lo que decían los relatores, el prometido regreso a la Argentina será una suerte de condena portando la cara de este tipo. Lo mejor que me podrá pasar es que los demás me ignoren, condenándome a un ominoso silencio, cual jugador brasileño luego del mundial del 50.
¡Ah, la patria! Mis últimos recuerdos son la híper inflación, las corridas cambiarias, gente arrojada a la miseria más cruel del capitalismo, durmiendo en las calles de Buenos Aires, y un presidente de derecha con una fuerte impronta populista que, según me dijeron, en su ancianidad es ahora senador.
“Mista’ Sampaoli”, se escucha con un fuerte, híbrido e impersonal acento ruso, acompañando los golpes febriles a la puerta. Tengo claro que no moriré a manos de una barra enfurecida por un fracaso mayor al de Suecia, 60 años atrás. No tendré esa suerte.