El mito dice:
En el pasado (¡¿cuándo?!) la familia iba a la cancha y regresará en cuanto se acabe la violencia.

La realidad indica:
Por más que algunos se aventuraban a llevar a la mujer o a sus hijos pequeños, el fútbol siempre fue lo opuesto a un espectáculo familiar.

“La familia debe volver a la cancha”, se escucha decir a algunos dirigentes y periodistas bien intencionados, como si el fútbol hubiera sido alguna vez lo mismo que la misa dominical o el picnic en los bosques de Palermo. Me temo que aquí la nostalgia se mezcla con la ficción. Mi historia personal –mi formación en la tribuna– concuerda poco y nada con esta fábula hogareña.

Los palotes como aficionado los hice durante los años setenta, en la Bombonera, donde mi padre me llevaba cuando evaluaba que no habría una muchedumbre. Pero siempre había una muchedumbre. La policía montada, que al parecer escogía los caballos más chúcaros para la tarea, se ocupaba del recibimiento con sus embestidas sobre los pobres tipos que hacían fila para sacar la entrada.

Acto seguido, había que subir unos cinco pisos (desaconsejable para los abuelos) y allí, en las escaleras, tenía lugar un show muy pintoresco. A falta de baños disponibles, los muchachos orinaban alegremente en las paredes, produciendo sonoras y humeantes cataratas. Nadie se asombraba, era algo consagrado por los usos y costumbres. Pero convengamos que la visión de decenas de hinchas con la verga afuera desalentaba a aquel que pensaba pasar un domingo de fútbol junto a su sobrina de 9 años o su flamante suegra.

Luego, lo de siempre. Esa magia de colores (el luminoso contraste con el blanco y negro de la televisión, sobre todo en los partidos nocturnos), el rumor de la tribuna, el olor del chori y los cigarrillos recién encendidos alrededor (el porro no se estilaba aún entre los hinchas). El paraíso sensorial para un chico de diez, once años, en cuya escala de valores la pelota ocupaba lo alto de la pirámide. El fútbol era una excursión deslumbrante, una aventura ansiada durante toda la semana. Pero de ahí a proponerlo como un esparcimiento familiar existe una distancia oceánica.

Aquel rito masculino tenía costos y riesgos. Es decir, la hostilidad propia del fútbol que ya entonces estaba naturalizada. En la popu había que apretujarse, rara vez te podías sentar, no existían los baños, te afanaban desde atrás el gorro que te acababas de comprar y la Coca Cola se pagaba en francos suizos. Además, los niños aprendían un variado arsenal de insultos. Algunos de ellos, de connotaciones sexuales, superaban mi formación.

Recuerdo uno muy perturbador. Jugaban Boca y Chaco For Ever en la Bombonera, por la noche. Y un señor, furioso por la reiteradas torpezas del nueve, le gritó: “Curioni, la concha de tu papá”. Quedé anonadado y jamás lo olvidé. Los debates sobre la identidad de género no eran aún materia cotidiana.

En la platea, la violencia verbal no mermaba. Aunque los visitantes solían mezclarse con los locales, eso no significaba convivencia civilizada sino escasez de butacas y zonas diferenciadas. Si alguien de la minoría osaba gritar un gol de su equipo, los dueños de casa tenían licencia para fajarlo. La policía incluso era tolerante con esta práctica.

Gueto masculino con contadas infiltraciones, inconfortable y brutal, la cancha era, a su vez, una experiencia vibrante. Eso sí, a la familia se la debo. Difícilmente vuelva al fútbol. Sencillamente porque nunca fue.