Cuando quedaban veinte segundos para que terminara el asalto, Alí atacó. De acuerdo con su cálculo, producto de veinte años de boxeo, y con todo lo que había aprendido acerca de lo que se podía y de lo que no se podía hacer en el ring en cada momento, escogió precisamente ese instante como la ocasión adecuada y, recostado contra las cuerdas, lanzó a Foreman un derechazo y un izquierdazo y luego se liberó de las cuerdas para asestarle un izquierdazo y un derechazo.
En este último golpe hizo intervenir otra vez el guante y el antebrazo, un golpe demoledor en la cabeza que lanzó a Foreman hacia delante haciendo eses. Cuando pasó al lado de Alí, éste le pegó en un lado de la mandíbula con la derecha y se alejó de las cuerdas de tal manera que fuera Foreman quien quedara más cerca de ellas.
Por primera vez en todo el combate, ponía a Foreman al borde del ring. Alí lo castigó con una combinación de golpes tan rápidos como los del primer asalto, pero más fuerte y más seguidos, tres derechazos capitales en serie dieron de lleno en Foreman, luego un izquierdazo, y por un instante asomó a la cara de Foreman el reconocimiento de que estaba en peligro y que debía empezar a buscar su última protección. Su adversario estaba atacando y detrás de él no había cuerdas.
¡Qué conmoción! ¡Se habían invertido los ejes de su existencia! ¡Ahora el que estaba contra las cuerdas era él! Luego un tremendo proyectil exactamente del tamaño de un puño dentro de un guante penetró hasta el centro mismo de la mente de Foreman, el mejor golpe de esa noche sorprendente, el golpe que Alí había guardado durante toda su trayectoria profesional.
Los brazos de Foreman volaron hacia los lados. Doblado en dos, trató de alcanzar el centro del ring. Durante todo ese tiempo tenía los ojos puestos en Alí y lo miraba desde abajo, sin ira, como si Alí fuera en realidad el mejor hombre que conocía en el mundo y lo estuviera mirando el día de su muerte. El vértigo se apoderó de Foreman y lo hizo girar. Todavía doblado por la cintura en esa postura de incomprensión, manteniendo los ojos fijos en Mohamed Alí, empezó a tambalearse y a caer aun cuando no lo deseaba. Su mente quedaba sujeta por imanes en lo alto, mientras su título de campeón y su cuerpo buscaban el suelo.
Cayó como un mayordomo de 60 años y un metro 80 de estatura que acaba de recibir trágicas noticias, sí, fue un largo derrumbamiento de dos segundos durante los cuales el campeón caía por partes mientras Alí daba vueltas alrededor de él, formando un círculo estrecho y con la mano preparada para pegarle una vez más, pero no hubo necesidad; fue una escolta completamente íntima hasta el suelo.