El más flamante ídolo de Inglaterra es un perro. Desde que metió su hocico en un paquete abandonado en un jardín londinense, y descubrió la copa Jules Rimet, el mestizo Pickles empezó a ser asediado por los periódicos, por las autoridades de la Asociación Inglesa de Fútbol, y hasta a regañadientes, por Scotland Yard. Es que gracias a Pikles todo el país pudo suspirar de alivio; Joe Mears, titular de la Asociación, proclamó a los cuatro vientos: “Nuestro honor ha sido salvado. Me siento muy feliz”.
Durante una semana, a partir del momento en que la copa fue robada de una vitrina, los ingleses se convirtieron en el blanco de las críticas de todo el mundo. El pequeño trofeo de oro, cincelado hace 30 años por el orfebre francés Abel Lafleur, está asegurado en 30.000 libras esterlinas, y cuesta apenas 2.000; los responsables de su custodia, entonces, hubieran hecho un buen negocio en caso de no haberla recuperado. Pero desde un punto de vista psicológico, el robo era una catástrofe: a pocos meses del arranque del mundial, no había trofeo para ofrecer al vencedor.
Los brasileños, actuales dueños de la copa, fueron los que arrojaron la primera piedra: “En Río hubiera estado protegida por nuestro respeto”, proclamaron. Los golpes más duros, sin embargo, partieron de los críticos ingleses. El Sun confesó en un editorial: “Si hubiera juegos olímpicos para ladrones, Gran Bretaña se llevaría todos los premios. Perder la copa mundial es peor que perder las joyas de la corona, porque los ojos del mundo futbolístico están puestos en nosotros”.
Ya no se podía hacer otra cosa que buscarla, y Scotland Yard empezó a investigar todas las pistas. Los aficionados alentaban: un comediante “que lleva el fútbol en el corazón” ofreció una recompensa de 2.800 libras. En pocos días, el monto del premio ya ascendía a 6.100 libras. La policía en seguida se lanzó tras un hombre alto, delgado, con una cicatriz en la cara, que apareció como primer sospechoso. Entretanto, el robo se convertía en argumento electoral (“En trece años de gobierno conservador, Inglaterra nunca perdió la Copa del Mundo”, atronaban los adversarios de Harold Wilson), y animaba a los orfebres ingleses a ofrecer sus servicios a la Asociación.
Justo en ese momento el olfato de Pickles vino en auxilio de los ingleses. “Estábamos dando nuestro acostumbrado paseo dominical nocturno —explicó su dueño, David Corbett—, cuando noté que Pickles se detenía ante un bulto negro. Me acerqué y vi que era un paquete. Adentro había una copa.” Y agregó: “Por supuesto, reconocí a la Copa del Mundo, pero no podía creerlo. Primero llamé a mi esposa y después, a Scotland Yard”. Ante los periodistas, Corbett se comprometió a alimentar a Pickles con caviar, durante una semana, apenas cobrara la recompensa.
Pero no le iba a resultar tan sencillo cumplir con su promesa: el presidente de la Asociación Británica de Fútbol, Joe Mears, se presentó igualmente a reclamar la recompensa de 6.000 libras, aduciendo que él había dado la pista inicial a la policía para atrapar al ladrón. En medio de la antipatía de los ingleses, que plantearon las cosas entre Pickles o Mears, votando por el primero, el titular de la Asociación ensayó un tímido paso atrás y ofreció al dueño de Pickles, compartir la recompensa. La presión popular continuó y finalmente, una misteriosa carta de la empresa que había asegurado la copa le hizo abandonar la reclamación. Toda la gloria quedaba para Pickles.
La copa, una vez desempolvada y bruñida no volvió a su vitrina. Después de posar para la prensa de todo el mundo y de ser auscultada en inútil búsqueda de huellas digitales, fue alojada en una caja fuerte de la que no saldrá hasta que comience el campeonato. Al finalizar la semana pasada, mientras Corbett aguardaba cobrar la recompensa, Pickles ya saboreaba algo del caviar a cuenta y recibía además su primera condecoración: la de la Liga Nacional de Defensa Canina.
-Artículo publicado en la revista Primera Plana #171 del 5 de abril de 1966.