Garrincha es uno de esos jugadores malditos. Pero malditos en el amplísimo sentido de la palabra cuando se aplica a los genios. Con una capacidad inigualable dentro de la cancha pero al mismo tiempo borrachín, fiestero y casi indomable fuera de ella. Fue y es, sin dudas, uno de los jugadores más queridos de Brasil no sólo porque colaboró decisivamente para que su país obtuviera los Mundiales de fútbol de 1958 y 1962; también por el sino trágico que lo acompañó durante su vida.
Su nombre verdadero era Manuel Francisco dos Santos. Nació, vivió y murió en Río de Janeiro cuando apenas tenía 49 años, el 20 de enero de 1983.
Se han escrito innumerables reseñas de la vida de Garrincha, pero en este caso nos vamos a detener en un documental de 1968, llamado Garrincha, alegría do povo (alegría del pueblo), que desarrolla su carrera deportiva hasta ese año con pinceladas de su juego en el Botafogo y en las copas del mundo de Suecia y Chile.
El documental es absolutamente caótico, comienza con imágenes de Garrincha en una final ante Flamengo por el torneo carioca de 1962, para luego seguir alternativamente con las copas del mundo y con pantallazos de cómo se vivía y entrenaba por esos años.
Las imágenes poseen un valor documental extraordinario, más allá de que el argumento va al garete porque jamás termina de redondear la idea que se expresa en el título. Sólo en un pasaje se lo ve a Garrincha caminando por las calles de Rio de Janeiro, rumbo al Banco de Minas Gerais para cobrar su salario y, cuando la gente lo reconoce, se general el tumulto lógico para pedirle autógrafos hasta que se puede escapar en Fusca con un banderín que recuerda que Brasil es campeón del mundo. Marcas de época también. Nada de lujosos autos deportivos y sí una austeridad bastante más acorde a lo que debería ser si pensamos al mundo como un lugar más justo.
También se lo muestra a Garrincha en su pueblo natal, Pau Grande, en las afueras de Rio de Janeiro, y se narra sin profundizar demasiado su relación con sus siete hijos (en realidad tuvo 14 de diferentes mujeres) y con sus amigos de la zona (todos operarios de una fábrica textil en la que también había trabajado Garrincha antes de ser jugador de fútbol). Allí se lo puede ver jugando al fútbol en un campito y hasta bailando con sus hijos al son de música estadounidense.
Un momento glorioso del documental, por lo kitsch es cuando un médico da una clase magistral de cómo eran las piernas de Garrincha y explica que nadie en su sano juicio lo debería haber autorizado para la práctica del deporte. Se narra allí también que de chico le enyesaban las piernas para ver si se las podían enderezar.
Todo el relato, más allá de algunas inconsistencias temporales, recorre acciones de juego de Garrincha hasta que por fin desbarranca narrativamente en el minuto 44, cuando se pone grave y quiere explicar por qué la gente disfruta o padece los resultados deportivos. Con la profundidad de un pocillo de café se elaboran un par de teorías, pero lo realmente impactante es ver escenas del Maracanazo de Uruguay en el 50 y la reacción que esa derrota desencadenó en Brasil. También se muestras memorables batallas a patadas y trompadas entre jugadores y árbitros (en un momento un línea empieza a pegarle con su banderín a un jugador uruguayo en otra escena desopilante) que poco tienen que ver con Garrincha, con la alegría del pueblo o con el fútbol mismo. Es una licencia del autor, para definirlo de alguna manera.
Otro detalle es que de Garrincha, como rasgo negativo, sólo se menciona al pasar que tenía tendencia a engordar, sin profundizar en sus problemas con el tabaco y el alcohol, los que finalmente lo llevarían a una muerte más que prematura.
En definitiva. Vale como documento fílmico. Hay escenas pocas veces vistas. ¿Y lo narrativo? ¿Lo trágico? Hay que ir a buscarlo en otra parte. El director eligió mostrar a un Garrincha más puro que el agua mineral sin gas. Y en medio de tanta crónica que pone y puso el acento en todo lo malo que le pasó, no está nada mal recordarlo de otra manera. Garrincha, creemos, se lo merece.