Todo empieza con una renuncia. Extraña elección para una primera escena, pero está bien: nos marca la cancha. Ahí está Kenny Dalglish, escocés, leyenda del Liverpool, rodeado de gordos dirigentes con caras de gordos dirigentes ante una mesa escueta, que a la distancia parece sorpresivamente desprovista de marketing.
Un par de vasos de agua y una conferencia de prensa para anunciar que se va. Que no será más el DT del equipo al que llevó a ganar múltiples títulos, como jugador primero y como entrenador después. El discurso es serio porque marca el fin de una era. Entre una cosa y otra, 14 años en el club. Un periodista amaga a preguntar mientras él todavía habla. La frase corta como un cuchillo: “¿Querés interrumpir o querés dejarme hablar?”.
No van cinco minutos de película, en este documental que se llama secamente Kenny, y ya entendimos todo. El héroe es parco. Es líder. Es duro. Es rudo. Odia a la prensa. Ama el fútbol. Quiere ganar. Sufre. Gana. Sufre. Juega. Vive. Sufre.
Capítulo uno: el sufrimiento se empieza a plantar como el rector del relato. Arrancamos con una tragedia. Heysel. Final de Copa de Europa entre Juventus y Liverpool, en 1985. 39 hinchas muertos en Bruselas. Dalglish entra a la cancha como jugador. “No sabíamos que había muertos”, recuerda después. Su equipo pierde el partido, el último del mítico Joe Fagan como entrenador de los rojos.
Al día siguiente, le ofrecen el cargo para sucederlo. Acepta. Pero no se retira. Se transforma en jugador/técnico. Una rareza para un subcampeón de Europa. Un acierto.
Heysel marca la vida de Dalglish porque es un recuerdo y un augurio. Un recuerdo de aquel día en que, como hincha, junto a su padre, estuvo en un Rangers-Celtic dramático: 66 muertos en el desastre de Ibrox Park, la mayor tragedia de la historia del fútbol británico.
La mayor… hasta Hillsborough, el inolvidable día en que 96 hinchas murieron mientras se jugaba un partido. De Liverpool. Con Dalglish como DT. Y su hijo –que sobrevivió- perdido en las tribunas hasta que pudo encontrarlo cerca del túnel.
Una, dos, tres tragedias que no mataron a Kenny.
Filmado en 2017, el documental se basa en esas experiencias dolorosas. En el hombre que fue testigo de cada uno de los grandes golpes en la era moderna del fútbol inglés. Lo pintan desde charlas, actuales, con sus compañeros y dirigidos: Ian Rush, Alan Hansen, John Barnes, el arquero Grobbelaar. Lo acompañan en algún viaje. Muestran su lado íntimo, su familia, ahí donde sí está la risa que falta en la vida pública. Lo llevan –para que lo vea de lejos- al estadio fatídico al que no quiere volver.
También hablan de fútbol. Un rato. Un poco. Mechado en las grietas que deja el tendal emocional. Se muestra a un jugador cerebral, con gran pegada e impecable pase en cortada. Se muestran goles y asistencias y títulos. Muchos títulos. Tres Copas de Europa. Nueve Ligas de Inglaterra y cuatro de Escocia. Dos FA Cup. Cuatro Copas de Escocia. Cuatro Copas de la Liga inglesa y una Copa de la Liga escocesa. Siete Supercopas de Inglaterra (Charity Shields, bah) y una Supercopa de Europa.
Desde ahí, y desde la obsesión por tomar decisiones correctas, se espía la personalidad inigualable de un competidor hambriento. Su sensibilidad para armar planteles. Para hacerlos rendir con simpleza. Para sacar lo mejor de sus jugadores, que eran sus pares y sus pupilos, a partir de instrucciones sencillas, libertad de ejecución y humildes divisiones de tareas.
A partir del juego y su silencioso carisma, la instantánea química con la hinchada. Con la ciudad, a la que entendió hasta pertenecer aunque no pertenecía: es un escocés que es local en Liverpool. Se transformó en un lugareño de Anfield. En el rey: King Kenny.
Quizá lo mejor de la película sea poder espiar un poco esos planteles ochentosos, llenos de talento británico, equipos turbulentos y veloces, con jugadores desequilibrantes, goles increíbles y gambetas que despiertan las sonrisas del futbolero. Poder repasar algunas rivalidades (al Everton parecían tenerlo bastante de hijo), algunas performances memorables (un 5-0 al Nottingham Forrest que fue el pináculo de aquel conjunto) y algunas individualidades que todavía nos engañan con sus amagues en video y definen bien con las dos piernas.
El resto es la angustia de un tipo híper exitoso, comprometido y áspero. Que en su vida presenció de primera mano la muerte de más de 150 hinchas convocados por sus equipos a las canchas de Europa.
Duro de quebrar, estoico, Kenny aguanta la voz como si las cámaras quisieran robarle una palabra que no quiere largar. Como si enfrentara, otra vez, esas salas de prensa odiadas en las que buscaban sacarle mentira por verdad. Pero dice algo, y se conmueve: dice que en su tercera tragedia, después de la fatídica tarde de Hillsborough, el Liverpool abrió las puertas de su estadio para que los hinchas fueran a llorar a sus parientes o amigos perdidos. Y que ese día él llevó a sus hijos. A presenciar el dolor. A contemplar la pérdida. A entender la muerte.
“Era algo que tenía que hacerse”. Dice. Y por única vez se le quiebra la voz y se le cae una lágrima.