En las interminables discusiones de café sobre las bondades del fútbol argentino, cuando algunos sacan chapa argumentando una riquísima historia que nos tendría que depositar en cualquier final de Copa del Mundo, la disputa verbal se hace áspera y a veces, agresiva. Es que como en todas las situaciones que genera el más popular de los deportes, hay palabras para defender cualquier posición. Y hay un manual repleto de excusas que permite salir airoso o, por lo menos, con la creencia de haber dejado el intercambio verbal en un airoso empate.
La Argentina futbolera, desgraciadamente, carga con un problema serio desde el inicio de los campeonatos mundiales. Decidió no participar en tres de los cinco primeros y concurrió al segundo, jugado en la Italia fascista de Mussolini en 1934, con un equipo amateur que debutó, perdió y se volvió. Es decir que en el período considerado como el de mayor nivel futbolístico y técnico de nuestros jugadores, la Argentina no lo pudo demostrar mundialmente por qué no quiso jugar. Encima, la Segunda Guerra Mundial arruinó aquellos dorados años cuarenta con la Máquina y la gran lista de fenomenales cracks.
Hubo subcampeonato en 1930, en aquella recordada final jugada en el estadio Centenario de Montevideo, donde los guapos uruguayos pudieron más que los muchachos argentinos. El primer tiempo del partido por el título lo terminó ganando la Argentina por 2-1, pero en la segunda parte los orientales hicieron tres goles, aprovechando lo que alguna vez Francisco Pancho Varallo recordó como “la aflojada” y los celestes fueron campeones. ¿Hubo soborno? No, simplemente miedo a las represalias, con varios policías con bayoneta calada muy cerca del campo de juego y ciertas amenazas verbales poco comunes para la época…
Quien salió bien parado fue Carlos Gardel. El Zorzal visitó las dos concentraciones en las dos noches previas a la final del Mundial. Fiel a su ambigua condición de francés-uruguayo-argentino, no quiso quedar mal con nadie. Se cantó unos tangos entre los orientales y, acompañado por un muy joven Pancho Varallo, recorrió las habitaciones argentinas, despertó a un par de jugadores que dormitaban y entonó sus versos incomparables. Empate no podía haber, así que a Gardel lo disfrutaron en Uruguay.
Para 1934 viajó un equipo integrado por jugadores del Interior y de los clubes que se habían negado a incorporarse al profesionalismo. Hubo jugadores de los modestos Sportivo Buenos Aires, Defensores de Belgrano, Sportivo Dock Sud, Almagro, Sportivo Alsina, GEBA, Gimnasia de Mendoza, Unión de Santa Fe, Desamparados de San Juan y Sarmiento de Resistencia. El rival fue Suecia y fue derrota por 3-2 y eliminación.
Con un torneo local esplendoroso y una suma de goleadores excepcionales (Bernabé Ferreyra, Herminio Masantonio, Vicente de la Mata, Luis María Rongo, Varallo, los jóvenes Adolfo Pedernera, José Manuel Moreno y Emilio Baldonedo, la clase de Antonio Sastre, Sebastián Gualco, Ernesto Lazzatti, Gregorio Esperón y Manuel Pellegrina), la Argentina se dio el lujo de no participar del mundial de Francia, en 1938. Quizá hasta hubieran podido nacionalizar al paraguayo Arsenio Erico…
Es que los dirigentes argentinos se molestaron, y algo de razón tenían. En 1930, el presidente de FIFA, Jules Rimet, les había prometido que organizarían la tercera Copa del Mundo, sorprendido por la importancia y apoyo que tenía el fútbol en el Río de la Plata. Sin embargo, bastó que la Copa progresara en la adhesión de países europeos para que Rimet fuera cambiando de idea. El suizo-francés Rimet resolvió aplicando su poder: armó un “sorteo” en el que su propio nieto, Yves, sacó la bolilla que “casualmente” contenía el nombre “France” como país sede para 1938.
En la flamante AFA (fundada en 1934) se ofendieron y decidieron no participar. La presión de buena parte del periodismo y de casi todos los hinchas llevó a los dirigentes a sugerirle a la FIFA que la Argentina concurriría pero sin jugar Eliminatorias. Que no, que sí, que no, al final se aceptó que Argentina viajase sin ganar clasificación alguna y entonces, con la venia europea, los dirigentes de AFA encontraron la manera de no viajar: hicieron causa común con Uruguay, que tampoco participaba, ya que su gente aún estaba ofendida con el boicot parcial que sufrió la Copa del Mundo en 1930.
Si faltaba algo para boicotear el posible éxito argentino en las primeras copas mundiales con sus reconocidos jugadores, llegó otra decisión dirigencial nefasta: no concurrir a la Copa de 1950. ¿Por qué carajo, dirá usted? ¿Estaban enfermos de soberbia? Puede ser. Ocurrió que en 1949 Brasil organizó un torneo Sudamericano y la AFA no envió equipo alguno, porque los mejores se habían ido a Colombia, tras la famosa huelga de 1948 que hizo ver la luz a Futbolistas Argentinos Agremiados. La cuestión era difícil de solucionar: Colombia no estaba afiliada a la FIFA, entonces los jugadores se iban por su cuenta y riesgo, y los clubes argentinos no cobraban un peso por las “transferencias”, vaciándose de patrimonio y valor.
Eran brasileños quienes dirigían la Confederación Sudamericana de Fútbol, y aquí quisieron explicar la bronca argumentando que esos directivos de la CSF habían promovido y aceptado el éxodo argentino a Colombia, para debilitar a la Selección Nacional, la más importante de Sudamérica en aquellos tiempos. Cuando la AFA apeló a la FIFA, la entidad mayor se hizo la desentendida y los jugadores siguieron yéndose. Demostrando que la afición por las teorías conspirativas viene de lejos, tomó fuerza la versión de un pacto entre Brasil e Inglaterra para dejar fuera de carrera a la Argentina, el potencial enemigo de la Copa del Mundo en 1950. Los dirigentes nacionales –encabezados por Valentín Suárez– mordieron el anzuelo y retiraron al equipo de las Eliminatorias que debía jugar contra Chile y Bolivia. A Brasil, la supuesta trampa no le salió muy bien. Basta preguntar en Uruguay qué pasó aquel mes de julio en el flamante estadio Maracaná.
Para 1954, la Copa del Mundo regresó a Europa, a una Suiza neutral que no tuvo que reconstruirse por no ser territorio de la Segunda Guerra, sino refugio de todo el dinero mundial, de nazis y de los aliados también. El corazón económico no había muerto, estaba entero. Encima, la sede de la FIFA estaba enclavada allí mismo. Para variar, la dirigencia argentina ratificó su distanciamiento con las dos organizaciones madres: la CSF y la FIFA. Nuevamente, no habría participación mundial. Cubriendo las apariencias, se envió al entrenador del seleccionado argentino, don Guillermo Stábile –goleador del primer Mundial, en Uruguay–, quien viajó en calidad de “observador” y a su retorno dijo lo que todos esperaban, envueltos en una superioridad incomprobable: “Si hubiéramos jugado el Mundial, no tengo dudas que habríamos llegado muy lejos.” Eso sí, las enseñanzas para 1958, cuando por fin se decidió participar, no trajeron nada bueno. Sin el estado físico adecuado, un equipo con muchos veteranos y sin conocimiento alguno de los rivales pasó un papelón mayúsculo al ser goleado por Checoslovaquia (6-1) y quedó eliminado en la primera ronda. Fue lo que se conoció como “el desastre de Suecia”.
Desde 1958 hasta hoy, solamente faltó al mundial de México, en 1970, tras quedar eliminada en la fase previa por un sobresaliente Perú que le empató en dos goles en la Bombonera y le ganó en Lima, dejándolo afuera con entera justicia. Recién en 1974, con la llegada de César Luis Menotti y tras un nuevo fiasco, el de Alemania en ese mismo año, la Selección alcanzó la estatura que siempre debió tener. ¿Culpa de los jugadores? ¿O de los dirigentes? Conteste y acierte, que no es muy difícil…