Mientras José Alberto Pérez se viste con la polera más abrigada que tiene, color té con leche, y se pone encima la camiseta de Argentina 1970, piensa que todavía tiene que caminar hasta la Estación Norte y colarse en el tren que parte para Buenos Aires. En la cancha de River, la Argentina enfrentará a Holanda por la Copa del Mundo.
En Francia, un grupo de militantes de izquierda, obreros, estudiantes e intelectuales, encabezados por Jean Paul Sartre, se manifiesta contra el Mundial. “La Argentina –dicen– no puede ser anfitriona de una fiesta popular y universal como lo es el fútbol, al tiempo que en los rincones más sórdidos y oscuros, la dictadura arroja militantes al mar”.
Pero José Pérez nada sabe de eso. Nada entiende de eso. Con suerte sabe que una vez lo pararon cerca de un regimiento, y lo dejaron en pelotas y le quitaron un juego de ajedrez cuando una noche volvía de la casa de un amigo. Eso sí, José sabe del fútbol. No en vano, una bala perdida en la cancha de Argentinos Juniors, le había ido a parar al hombro. No en vano estuvo el 19 de diciembre del 71 en la cancha de River cuando Aldo Pedro Poy le hizo un gol de palomita a su eterno rival. Un corazón dividido entre Newell´s y Boca llevaron a José por las canchas del país, “echando el guante” a mil malabares para tener un mango y entrar en los estadios.
El silbato del guarda del tren lo saca de esas abstracciones. José piensa en el árbitro que dirigirá la final. Una especie de aliento helado le corre por el estómago pero le llena el pecho de valentía. Entonces, ya desde el tren, ve como las luces de Rosario van quedando atrás y lo gana la oscuridad de los amplios llanos. Se recuesta y viendo pasar estrellas piensa que si se cuida de los puentes, todo saldrá bien. José viaja sobre el techo de un vagón, sin boleto. Sin apuros.
Horas después, lo separan unos trescientos metros de vallados de la puerta del Monumental. Policías y militares armados. La muchedumbre va y viene con ojos iluminados. Lo único que importa es lo que sucederá dentro de unos pocos minutos. Pero Pérez tiene que mirar, observar los detalles. Tiene que burlar las vallas, llegar al estadio e intentar ingresar. De pronto, una circunstancia: los uniformados sueltan las armas para correr el vallado cuando se forma una hilera de personas con entrada en mano o cuando pasan autos autorizados. Pérez, corre, pega un salto y se mete en la parte trasera de una ambulancia que llevaba las puertas entreabiertas. Como un enfermero ya está cada vez más cerca del estadio, donde se acrecientan los gritos.
El color celeste y blanco se intensifica. Dispersados entre la gente, alemanes y brasileros revenden las entradas de la final. A los que enganchan en la reventa los detienen los milicos. Con otros que están en la misma, y a pesar de la mirada rancia de los militares y los ovejeros alemanes, merodean a lo largo de la extensa fila de personas con la entrada en la mano. Husmeando, llega hasta la puerta del estadio, y su mirada se clava en uno de los “miliquitos” que custodia. Busca desesperado, camina hasta un puesto de banderas y gorros. Se apoya sobre una tabla a escuchar el partido en una radio 7 Mares que apenas si se deja oír entre el bullicio. Por la voz del relator oficialista José María Muñoz se entera: “La selección Argentina ya está en la cancha”. Y por las venas siente correr el vértigo de las rutas, de los estadios, los goles, las monedas que jeteaba, el techo del tren…
–Y entonces, agaché la cabeza y encaré, como si ahí dentro del estadio, hubiese algo mío que me pertenecía.
Pérez burla la custodia, sin saber dónde y cómo terminará su día. Siente una mano. Un militar lo frena y pone la otra mano en el mango de la pistola. Sólo queda escapar de los intentos a reducirlo y el vértigo de la fuga lo hace entrar y salir de tribunas, de palcos, subir y bajar escaleras, hasta que ocurre lo increíble: pisa el césped del estadio, detrás de los carteles, cerca del córner, en la privilegiada posición de los fotógrafos. Protegido por los flashes de las cámaras, por la parlotea periodística, puede sentirse seguro al fin, y sin dejar de mirar a todos los costados. Ahora lo invade la pasión de la gente, los cantos, los abucheos que de a ratos bajan de las tribunas cuando aparece en los carteles publicitarios “Mate do mundial, es mate do argentino”, una publicidad de café de una multinacional brasilera.
Noventa minutos después, Argentina ha ganado 3 a 1. Sólo un grupo reducido ingresa al campo de juego: militares, periodistas… y un hombre, un hombre de baja estatura, con una polera color té con leche y una camiseta de Argentina de los 70. De bigotes finitos ojos claros y vivaces. Corre ágilmente y se introduce en el tumulto que se dispone a dar la vuelta olímpica. Pérez ya está cerca de la Copa; la lleva en lo alto el capitán de la selección Daniel Alberto Pasarella.
–Passarella iba en hombros de un tipo de bigotes, alto, muy alto, que medía como dos metros, el botín del Kaiser me quedó casi en la nariz.
Entonces Pérez no duda, su instinto le responde como si por la sangre le corriera una antigua memoria futbolera. Aquel pibe de Rosario recuerda las canchas del país que pisó, los manejes, la reventa de entradas. Y como un león se prende a la presa, José se abalanza encima del botín derecho.
–Salí, loco, ¿qué haces? ¡Tomatelás!, grita el futbolista más enfocado por las cámaras.
Pérez le arranca el botín y sale corriendo, pero se le escurre de las manos, como las tarariras que de pibe arranca de las orillas del Paraná. El botín queda colgado en la pantorrilla del capitán. En el asombro, la “caravana de hinchas” lo deja a José atrás. Pérez se siente más ágil que antes y los alcanza. Y es cuando cruzan por primera y única vez las miradas. Passarella y él. El brillo cegador del trofeo rebota e ilumina el minuto: José Pérez se agacha sobre el botín y con los dientes y las gruesas manos de repositor de supermercado, corta el cordón del botín derecho aferrado a la pantorrilla. Nadie lo quiso detener. Nadie lo manoteo.
Pérez tiene tiempo para darse vuelta y ver entre los flashes, las fotos, los gritos, los brazos en alto, el rostro transpirado del capitán con la copa del mundo y una mirada de resignación. Pérez gira, se da la vuelta, arranca un pedazo de césped del estadio, lo mete en el botín y sale al trote por una de las puertas, bajo los gritos y los cánticos de la gente. Él es el campeón.
Afuera del estadio José cree que saluda a las cámaras, alza el botín y lo muestra al universo. Mira el reloj y marcha a la estación de trenes, pensando lo mismo que pensó en Rosario cuando se coló. Pero esta vez es distinto. Burlar al guarda se reduce a un juego de niños después de haber superado la seguridad militar.
TREINTA AÑOS DESPUÉS…
José lleva tres décadas contando lo que pocos creen. En una peña organizada por el periodista Castonjauregui, en la Federación de Comercio de San Nicolás, “cuando el botín cumple 30 años”, José se somete a la prueba de la verdad. Con algunos campeones de 1978, que asistieron esa noche, se corrobora todo: era el botín del Kaiser y según los compañeros de Passarella ,“no sólo lo uso en la final, sino a lo largo de todo el Mundial.”
–Nadie me creía, porque yo soy “bostero”, y decían que ¡cómo le iba a afanar el botín derecho al “gallinón” de Passarella!
Esa segunda noche, otra vez alucinado, vuelve de San Nicolás a Rosario; también viendo estrellas y estrellas pero no las del cielo abierto, sino las de un pibe que había cumplido el sueño de su vida. Hoy en la figura de un tal José Pérez, aquella Argentina ensangrentada le recuerda a la dictadura que el fútbol no se mancha. Que siempre será de los José Pérez.
Publicada en UN CAÑO#51- Septiembre 2012