Ernesto Duchini es un prócer del fútbol argentino. Cuando alguien lo nombra, enseguida salta el recuerdo de aquel Seleccionado juvenil que ganó el Mundial del 79 con Maradona y Ramón Díaz, en Japón, y en el que también estaban, entre otros, Simón, Alves, Escudero y Calderón. Pero hay más: jugó en Chacarita desde 1928 a 1938, cuando se retiró por una lesión en la rodilla. A partir de entonces se dedicó dirigir las inferiores de diferentes clubes: su querido Chaca, River, San Lorenzo, Racing e Independiente, hasta recalar en la AFA.
“Estuve en todos los grandes menos en Boca”, dice ahora, recostado en la cama de su departamento de Belgrano, el mismo lugar en el que vive desde que se casó con María, cuando todavía era jugador. En el 54 se hizo cargo de los juveniles de la AFA, puesto que mantuvo hasta los 90. Ahora, a sus 94 años, una progresiva falta de visión sólo detiene su andar por los clubes. El resto es vitalidad, mientras aún sueña con los goles que hizo y los chicos que descubrió. “Olguín, Ayala, Heredia…”, dice cada tanto. “Olguín, Ayala, Heredia”, repite cuando puede. Y se ríe. Con ganas se ríe, porque –cuenta– le hace bien hablar de eso, le gusta. Es, a su parecer, como hacer pequeñas gambetas al presente.
Desde que soy chico, cada vez que me presentaban a alguien me hacían una pregunta clavada: “¿Tenés algo que ver con Ernesto Duchini, el técnico?” Tantas veces respondí que no que llegó un momento en que me agarró la duda e intenté averiguarlo. Entonces –hace ya varios años– me junté con Ernesto en un bar de Chacarita y pasamos un rato largo viendo qué posibilidades teníamos de ser parientes, aunque sea lejanos. No encontramos nada más allá de la coincidencia de tener el mismo apellido. Después nos volvimos a ver un par de veces y perdimos el contacto. Hasta hoy.
En el séptimo piso del edificio de la calle Cramer, María mira el programa de Susana Giménez y se divierte. Angélica, la mujer que cuida del matrimonio, me lleva hasta la habitación donde está, descansando, uno de los hombres fundamentales de la historia de nuestro fútbol. No ha quedado en el olvido: suelen visitarlo amigos, ex jugadores y dirigentes. Y cada tarde de domingo lo llevan hasta el bar La Esterlina, frente de la estación de Chacarita, para entretenerse cuatro horas entre risas, pelotazos al pasado y goles que no fueron.
–¿Querés que hablemos del Juvenil? –pregunto.
–A ver… ¡Claro!, el Juvenil… Ramón Díaz, Maradona, Escudero de wing derecho, Calderón de wing izquierdo y Ramón Díaz de centro foward. En el medio, Maradona, Barbas… Hubo muchos buenos. Ganamos muchos campeonatos, con gente joven. El Campeonato del Mundo, con Menotti a la cabeza. También me gustó un equipo que fue muy bueno y ganó el Panamericano en México. En el 60 dirigí a Bilardo. Ganamos el Panamericano y después fuimos a los Juegos de Roma.
–¿Cómo era Bilardo?
–Bilardo era un buen chico. Una de las cosas que siempre recordaré es que cuando ganamos el Panamericano él se lastimó momentos antes de ir a la cancha y no lo pudo jugar; quedó muy golpeado. Argentina salió campeón y la medalla que me tocaba a mí se la entregué a él. Eso fue algo que siempre reconoció y recuerda.
–Aquel alumno hoy no tiene la mejor fama: el bidón a Branco en el Mundial, las cosas que le decía a los rivales cuando jugaba en Estudiantes, aquello de los pinchazos a los contrarios…
–Bilardo dejó de ser, este…, algo bueno cuando fue técnico. Hizo cosas que no estaban de acuerdo, que no correspondían. Ja ja ja. Él y Zubeldía eran…
–¿El dúo dinámico?
–Y… hacían cosas… Parece ser que se metían en asuntos de entrecasa, con las mujeres de los tipos, de los rivales. (Se ríe con ganas.) Tuvo mucho de eso. Pero tuvo momentos buenos. Cuando Grondona lo manda a dirigir al equipo del Campeonato del Mundo en México, en 1986, vino a esta casa, a este departamento, en dos oportunidades: a visitarme y a pedirme que no renunciara porque como se había ido Menotti tenía miedo de que yo me fuera de los juveniles también. Vino a pedirme que me quedara con él. La relación entre nosotros siempre fue buena. Y siempre recuerda aquel gesto de entregarle la medalla.
–Ja ja ja. Era capaz de cualquier cosa. Ja ja ja. Él, con Zubeldía, había formado un dúo bastante peligroso. Eran muy amigos, de la misma escuela, en contra de Menotti.
–Con quién se llevó mejor, ¿con Menotti o con Bilardo?
–Yo andaba bien con los dos. Estuve bien con Bilardo y estuve bien con Menotti. Menotti me gustaba más desde lo futbolístico. Con Menotti tuve mucha suerte porque ganamos un campeonato en Toulon, un Campeonato del Mundo en Japón, el Mundial 78. A Menotti le ha ido bastante bien. Es para vos esto, el café, tomalo, pibe.
Dice. Y se vuelve a acomodar sobre la cama de la habitación en la que, extrañamente, escasean las fotografías de aquellos años de pantalones cortos o de personas que conoció a través del fútbol. Pero su memoria sigue intacta. Y mientras tomo el café que acaba de traer Angélica, Duchini continúa.
–El equipo del 79 se armó eligiendo a los mejores jugadores. Había quedado con Menotti en que yo armaba los equipos y él viajaba a los torneos. Yo no quería salir más después del desastre ese de Perú. Murieron 311 personas. (N. de la R.: Duchini se refiere a la tragedia del Estadio Nacional de Lima, mientras jugaban Perú y la Argentina en 1964.) Después de eso no me gustó más la idea de viajar. Fue una noche tremenda, terrible… la gente que murió… Eso estuvo entre las cosas más tristes que me pasaron en el fútbol. Yo tuve suerte en el fútbol porque en todos los equipos en que estuve salimos campeones y salieron grandes jugadores. Chicos, por ejemplo en San Lorenzo, que vinieron a los catorce años y al poco tiempo fueron grandes jugadores, como Bordón, Heredia, Olguín, Chaparro. En todos lados. En River tuve la suerte de llevarlo a Perfumo y a Pinino Más. A esos dos los saqué del potrero. Y conocí a Los Carasucias. En esa época, el tema de la noche dependía más de los periodistas, que les daban esa fama. Independiente tuvo grandes equipos, como aquel con De La Mata, Sastre… y hubo periodistas que siempre les daban esa fama. Pero tuve mucha suerte…, más que suerte, sabía elegir. El Negro Ortiz también fue un gran jugador.
–¿Sintieron algún tipo de presión con la dictadura militar del 76?
–Noooooo. Nunca el gobierno militar molestó o incidió en algo. A los muchachos los elegía yo. Había algunos agregados, que se metieron, como el caso de (Eduardo) Saporiti, que siempre iba donde estaba el éxito. Salía un equipo campeón y él estaba ahí. Estuvo en un juvenil que jugó un Sudamericano en Chile. Ese campeonato terminó empatado y Uruguay nos invitó a desempatar en Montevideo. En ese cuadro jugaba Saporiti y Argentina ganó con un gol suyo. Integró muchos equipos juveniles Saporiti.
–¿Tampoco incidieron los militares en el Mundial 78?
–Los militares algo tuvieron que ver. Hubo un arquero peruano al que le metieron unos cuantos goles (habla del 6 a 0) y la Argentina de esa forma clasificó… Aunque siempre un equipo local es peligroso. Pero los dos campeones fueron buenos, los del 78 y los del 86.
El largo camino recorrido debe tener tantos nombres como la guía. De los más famosos, tiene anécdotas para todos los gustos: “A Oscar Mas lo descubrí en un potrero junto a la Panamericana. Tenía un hermano que jugaba en Boca y el padre no quería que jugara en River sino en Boca, con el hermano. Pero lo convencí y lo llevé a River. A Bochini lo vi en un partido de inferiores, cuando yo estaba en San Lorenzo. Un sábado a la tarde jugábamos contra Independiente. Jugaban Bochini y Bertoni. San Lorenzo ganó esa vez, con un buen equipo. Era la primera vez que lo veía jugar. Era muy bueno. A Perfumo lo saqué de un potrero en Villa Domínico. Yo estaba en River y lo llevé. Jugó y en ese ínterin me fui a trabajar a Racing. El Gordo Díaz, un tipo que andaba con los chicos, dejó libre a Perfumo. Entonces lo llevé a Racing. En un reportaje dijo que si no hubiera sido por mí, no sabe qué hubiera sido de su vida. Con Maradona estuve mucho tiempo. Cuando dejaba de entrenar, se venía conmigo en el viaje de vuelta. Buen tipo. Hace mucho que no lo veo. Una de las últimas veces fue cuando se casó, que me invitó a la fiesta. Entrenaba igual que todos, pero se veía, era mejor que todos. Sívori era un atorrante. Muy travieso. Él y Menéndez eran terribles. Murió joven Menéndez. Hacían de todo. Por ejemplo, querer escaparse de las concentraciones. Se acostaban tarde, querían escapar, había que cuidarlos. Pasó en México, en un Panamericano”.
Recuerda. Y por un rato se calla, como continuando su pensamiento. Entonces mira hacia la ventana que da hacia la avenida y parece rogar que la memoria se conmueva.
“Yo salgo los domingos nada más. Voy a La Esterlina, un café de Chacarita, en Lacroze y Corrientes, en la esquina. Allí paramos con algunos muchachos que fueron jugadores y que nos visitan. Nos encontramos un montón. Siempre viene alguien. Ja ja ja. Hablamos de fútbol. Ja ja ja. Después uno de ellos, llamado Carro, que es dirigente de Chacarita, me lleva del café a casa. Vamos los domingos porque nos encontramos todos. Ellos trabajan y el domingo no lo hacen y entonces nos juntamos. Somos siete u ocho personas, tal vez nueve. Y a veces, hace poco, el dueño del café reunió a una cantidad de jugadores y corrió con el gasto. Me hace bien encontrarme con amigos. Muy bien. Es el momento más lindo de la semana. Soy feliz en el café. Casi toda mi vida viví en Chacarita. Y el club Chacarita fue todo para mí. Primero como jugador y después como técnico. En los años 50 tuve la suerte de tener las mejores divisiones inferiores. Salieron grandes jugadores. Una vez, en cancha de Quilmes, jugaban las inferiores de San Lorenzo y yo estaba mirando el partido. Y vino una señora que se puso a hablar conmigo y resulta que era la madre de (Ramón Armando) Heredia. Me preguntaba si tenía porvenir, qué podía esperar del hijo. Entonces le dije ‘señora, quédese tranquila, este chico le va a comprar una casa dentro de poco’. Pasó un tiempo y fui a la AFA y estaba la mamá para decirme que el hijo le había comprado la casa. Fue a agradecerme. Era un buen jugador, de la camada de Olguín, Bordón y Maletti, que marcaba la punta.”
En esta Buenos Aires fría, envuelto en su pulóver Bremer, pregunta y se contesta: “¿Querés que te cuente de los años 30 y 40? Cuando llegamos a Buenos Aires, después de un Panamericano, Perón nos obsequió con una orden por un automóvil para cada jugador. Era un Simca. Pero no lo tuve en ese entonces. Vendí la orden. A mí no me gusta a manejar. Me gustaba más andar de a pie. En 1938, fuimos a jugar a Paraguay tres partidos y de vuelta vinimos en barco. Para llegar a Buenos Aires tardamos seis días. Llegamos un domingo. Y ese día había que jugar con Boca. Después de seis días de viaje comimos en el club y, esa tarde, ganamos 3 a 0.
“Jugué desde el 29 al 38, cuando me lastimé la rodilla. En el 29 tuve mi mejor año. Me gustaba jugar porque me divertía. Y conseguí en aquel entonces los primeros elogios en los diarios. Recuerdo un recorte de La Nación: ‘Promesa grande que ya toca los limites de una realidad promisora’. Pero en el 31, en cancha de Argentinos, en la avenida San Martín, tuve esa lesión de meniscos y ya no fui nunca más el jugador que podría haber sido. Pero el mejor año fue cuando empecé, que estaba sano”, agrega.
“¿Quién fue el que más patadas me pegó? Había uno, (Vicente) Pietracupa, de Argentinos, un defensor. Pero el golpe más fuerte que me dieron no fue patada, sino cabezazo, en un córner. Simón, de Talleres, en un partido contra ellos. Me lesionó con la cabeza en la cara y me tuvieron que intervenir en un hospital de la calle Rivadavia”, cuenta mientras lleva su mano derecha hacia el rostro.
“Nunca fumé. Lo que sí, salía los domingos, después de los partidos, a los bares nocturnos. A los cabarets, vivíamos la noche. Íbamos al Chantecler, al Tabarís. Iban muchos jugadores”, rememora.
–¿En qué cosas piensa cuando está en su casa?
–Pienso de todo. ¿Sabés qué tengo? Que sueño una bar–ba–ri–dad. Sueño de todo. Duermo un ratito y sueño. Y tuve sueños lindos y otros que no me gustaron. ¿Uno de los lindos? Recuerdo mucho cuando estaba en River. Tengo presente la cancha de River. Porque yo estuve en las inferiores de River y tuve la suerte de que estaba Peucelle, y era media gloria, y fui a reemplazarlo y en un año, de seis campeonatos, gané cinco.
Enseguida agarra el pañuelo de la mesa de luz, se lo lleva a la cara y se larga con la infancia: “Nací en la calle Charcas, en pleno centro. Mis padres compraron una panadería en la calle México. La vendieron y mi papá siguió trabajando. Hasta que yo a los 17 años empecé a ganar dinero. Me incorporaron en las divisiones inferiores de Chacarita. Y tuve un maestro que después me dijo a mí maestro. Era Renato Cesarini. Pero después el maestro llegó a ser alumno porque cuando nos encontrábamos en las inferiores de River y Chacarita, los de Chacarita ganábamos más, a pesar de que ellos tenían mejores inferiores.
“Me casé cuando todavía jugaba al fútbol. Ella se llama María. Yo paraba en una secretaría que tenía Chacarita en la calle Corrientes, en una casona muy linda, y María venía del trabajo y pasaba por ahí y chiste va y chiste viene… al final fue mi esposa. Je je je. La conquisté con un chiste…”, recuerda. “Fui muy mujeriego. ¡Muy mujeriego! Porque era un tipo muy bien vestido. Tanto es así que en una oportunidad Ante Garmaz dijo en una radio que yo era uno de los tipos mejor vestidos. Me compraba unos trajes que me hacía un sastre, Pérez, en el centro. Eran varios los que me elogiaban. Sí, era un tipo pintón. Je je je… fui muy mujeriego… Ganaba mujeres con el fútbol. ¡Claro!”
Todavía mantiene la costumbre de acostarse tarde y despertarse cerca del mediodía. “Un día salí con José María Moreno, el Charro. Fuimos a comer a un restaurante en Mataderos y me trajo a casa en auto a las seis de la mañana. Habíamos entrado al restaurante a las 21.30. Ese sí que vivía de noche, como yo.”
Las evocaciones no se detienen y la charla se extiende mientras el hombre de los mil nombres responde a las preguntas de un periodista que ya perdió noción de las épocas. Sólo queda elegir la historia: “Las inferiores jugaban los sábados. Y entonces le toca a Chacarita con River. En River las estrellas eran Sívori y Menéndez. Les dije a mis jugadores: ‘Si ganan este partido me hago cura’. Se juega el partido y Chacarita gana 6 a 3. Entonces, el martes, cuando volvíamos a los entrenamientos, los jugadores aparecieron con una sotana”.
–¿Qué hizo con la sotana?
–Je je je. Apagá el grabador, pibe. Apagá el grabador y te cuento…