La última vez que el señor Manuel Alba Olivares se vio a sí mismo tenía cara de niño. Ustedes disculparán la arrogancia: ninguna oración será mejor que ésa para entender su historia, ésta historia, la de su vida. Manuel Alba Olivares cerró los ojos una noche, a los once años, y nunca más los abrió.

“Fue en el 86, tres meses después del Mundial de México –recuerda en charla con Un Caño–. Lo último que vi fue el gol de la mano de Dios, la puñalada de Burruchaga tras el pase de Diego Armando, toda esa dicha… Nunca me olvidaré de eso, no se me borra. Cómo la engancha el maestro ante Italia, cómo la ubica en el segundo palo, esa zurda, ¡por Dios! Yo amo el fútbol, y desde entonces me refugié enc la radio, en los relatores colombianos: Hernán Peláez, Carlos Vélez, Edgar Pereyra… Ellos me enseñaron a escuchar el fútbol, a imaginarlo. Por ellos, tú fíjate, pude volverlo a ver”.

Manuel es colombiano. Nació –y aún vive– en Juan de Acosta, una localidad de casi 20 mil habitantes de la provincia del Atlántico. Manuel es, también, director técnico. Y abogado. Y presidente de un club. Y conductor de radio. Y cantante. Y soñador.

Tiene 35 años. Ya pasaron veinticuatro desde que se les desprendieron ambas retinas. Tercer hijo de una familia con cinco mujeres y tres chicos, toda su infancia sufrió de miopía. En el verano del 86, a diez meses de que la ceguera lo venciera por única vez, Manuel disfrutaba de las excursiones que los colegios organizaban en el Parque Muvdi, en Barranquilla, la capital del Atlántico. “Por favor, no me lo dejen bañar a Manuelito”, insistía su madre, Felisa. El cloro, los golpes en la piscina, esa miopía…

Desobediente, Manuel empeoró. Llegó junio, julio, la puñalada de Burruchaga, Maradona y la Copa: Argentina campeón. Antes y después, los Alba Olivares lo intentaron hasta el llanto: cirugías, paciencia, dinero, mucho dinero… Su padre vendió una finca, su único patrimonio, para pagar las operaciones. Fueron dos: la primera salió bien, la segunda salió mal, y ya todo se apagó. Ya todo, entonces, sería oscuro: un eterno silencio oscuro.

“Ahí estaba, hombre, al borde de la raya, preguntándole a mi colaborador, un amigo, qué veía: ‘pues mira, Manuel, nuestro tres no regresa. Nos están atacando por la banda izquierda’, me alertaba, y yo me acercaba inmediatamente al lateral: ‘¿¡pues qué ocurre, Gaspar!? ¡No puedes dejarle toda la carga al volante de tu lado!’”.

“Fue una etapa dura, muy dura. Las primeras semanas estuve mal, sin querer hacer nada, sin entender cómo había pasado, por qué, hasta que unos amigos me propusieron fundar un equipo. Eran los muchachos con los que yo jugaba al fútbol, con los que me divertía, de pequeño, en la calle. ‘Anímate, Manuel’, me insistieron, porque me habían visto mal, como te 509a7f9b9bbd3_870x0digo, muy mal. ‘Tú serás nuestro líder’, me arroparon. Estar en esa situación y volver a sentirte importante, volver a creer que tú eres fundamental para alguien, o animando una actividad, me cambió todo. Y así rehice mi vida. Por mis amigos, por el fútbol”.

–¿Y antes de qué jugabas?
-¿Antes? De portero. Un gran portero.

–¿Estilo Higuita?
-¡Chilavert, hombre! ¡Como Chilavert! Un portero de los tres palos, muy, muy seguro. Me gustaba observar, hablar, ordenar. Tú no sabes cómo lo recuerdo: desde atrás se ve todo mucho más claro, y así también entiendo de qué manera deben pararse mis equipos.

El Nacional de Manuelito se fundó en 1989. Habían pasado sólo tres años desde que su hermana menor vio que él no veía, o algo peor: que él, de repente, no la vio más. “¡Mami, mami, Manuelito no me ve!”, corrió la niña, desesperada. A tres años de esa noche que pudo ser eterna, circular, Manuel ya se paraba al costado de un campo –jugando, escuchando, imaginando– con su Nacional.

“Entonces se hablaba mucho de Arrigo Sacchi, del pressing, del orden atrás, y yo asimilé todo eso. En cada conversación previa les decía a mis jugadores que se pararan como tal equipo, como lo que yo había escuchado en los relatos –se entusiasma Manuel–. Y ahí estaba, hombre, al borde de la raya, preguntándole a mi colaborador, un amigo, qué veía: ‘pues mira, Manuel, nuestro tres no regresa. Nos están atacando por la banda izquierda’, me alertaba, y yo me acercaba inmediatamente al lateral: ‘¿¡pues qué ocurre, Gaspar!? ¡No puedes dejarle toda la carga al volante de tu lado!’. O cuando me decían que el 10 estaba rezagado, tomando aire, y a mí me venía la imagen de Diego Armando, recostado sobre una punta, haciendo jarrita, mientras Giusti y Batista corrían por él, para devolvérsela”.

–Recién decías que muchas de las jugadas de tu equipo las imaginabas recordando a la Argentina del Mundial 86. Traducción: tenés muy presente a Maradona.
–Muchísimo. Diego Armando es un prócer, un rey. He escuchado todo este Mundial y siempre quise que les fuera bien, que nos fuera bien, porque yo también me sentí parte de tu Selección. Me imagino lo que debe significar que te hable Diego Armando. “¡Pues yo no puedo sudar bmenos que lo que sudó este hombre!”, se dirán sus jugadores. Argentina tiene ésa fuerza, su fuerza.

El mundo de Manuel es todavía un mundo exclusivo, ideado por sí mismo, obligadamente infantil. Su mundo es todavía el mundo de los cuentos de niños, la madre y un libro al borde de su cama, “siempre oír e imaginar, que me describan a una mujer, que me digan que es alta, morena, y yo acomodarla como me plazca”. O sea, la radio: un eterno mundo de radio. “Pues claro, si me agarras saliendo de la emisora”, nos dice, asentando, mientras el tránsito del atlántico le grita en el celular.
Manuel conduce hace dos años Vallenato de caché, un programa de música, y hace uno nomás editó el primer disco de su banda, El vallenato universal. También fundador de la Asociación de Personas Discapacitadas del Atlántico, Alba Olivares es panelista de La Hora del Deporte y asesora aún a los equipos del Nacional, al que ya no conduce desde el 2000.

“Y la gente me escucha, me consulta, parece que mi opinión tiene un buen peso –dice–. Cada tanto, también dirijo a la selección del colegio Victoriano Padilla. Entrenar es mi vicio, hombre, me encanta. Hace poco se dio una anécdota chévere, muy chévere. Jugábamos contra Gimnasio Altamar. El encuentro iba 1-1, y yo conducía desde la tribuna. A poco del final, tú sabes, sugerí que ingresara un delantero. El delantero ingresó, dribleó a tres, pateó, anotó el gol. Tú no sabes lo que se oían esos gritos, esa algarabía, todos saliendo a celebrar, abrazándose por el gol”.

–¿Y vos?
–¿Y yo? ¿Pues qué iba a hacer, qué querías tú que hiciera? Lo festejé, me emocioné, di un paso, dos, tres y me caí de la tribuna. Una tribuna de tres metros de altura, y yo, allá, en el suelo.

–¿Y?
–Y nada, hermano, nada. Recién entonces me vinieron a buscar: ni un rasguño. La pasión, la pasión me salvó la vida.


Publicado en el número 44 de Un Caño, en agosto de 2010.