Un cuento de Osvaldo Ardizzone, de comienzos de los años 70, planteaba una paradoja cruel entre los sueños de fútbol de los adolescentes y jóvenes que soportan el ascetismo de la vida de entrenamiento y orden personal que requiere la quimera de “llegar”, sumadas a las privaciones de la pobreza en una villa del Gran Buenos Aires, y los sueños de golpe de suerte del padre de uno de esos jóvenes, un obrero metalúrgico, oriundo de Corrientes. La acción transcurre en Villa Fiorito, cuna de quien, unos años después de la narración de Ardizzone debutaría en Primera y se convertiría, para muchos, en el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos.
La paradoja es que Casimiro Oyuela, el obrero correntino que vive en Fiorito con su mujer y tres hijos es un consuetudinario jugador de boletas de Prode –de cuando el Prode era el juego de azar más popular de la Argentina-, y, en el relato, está sacando 13 puntos de los 13; el último lo está obteniendo gracias a su Boquita, a quien le apostó un sencillo como vencedor, y que le está ganando a Los Andes, el mismo Mil Rayitas que pospuso la ilusión de no tener techo del Decano de Entre Ríos, el sábado a la tarde. Es que el deporte asoma en nuestras vidas y tiende, por ejemplo, un puente entre un viejo cuento del maestro Ardizzone y el partido que dejó a Juventud Unida de Gualeguaychú con las ganas de subirse a la punta de la B Nacional porque Los Andes lo abrochó sobre la hora.
Martín Oyuela, el primogénito y jugador de la Tercera de Los Andes, en la ficción de hace 44 años, esa tarde tuvo la suerte de ir al banco por una serie de circunstancias que habían raleado el plantel de la Primera. Como el sábado Diego Figueroa, el que dio por tierra con el sueño de los entrerrianos del sur de ser punteros del ascenso, cuando faltan pocos minutos, Martín entra y convierte; es el empate de su equipo, en la Bombonera. Con su gol cumple un sueño mientras frustra el de su padre, sin saberlo.
La historia de los Oyuela y sus paradójicos avatares con la diosa fortuna sigue vigente hoy en día en su costado dramático, más allá de que muchos no entiendan el trasfondo moral que atraviesa el cuento (porque son intensidades que la sociedad actual ha perdido) y les llame más la atención que no existieran los celulares, o que alguien siguiera la marcha de los partidos a través de una radio portátil, o que la hermana de Martín no hubiera subido a YouTube el video del gol de su hermano para que se convirtiera en un trend-topic.
Más interesante aún es que pocos se sientan sorprendidos de que un trabajador de una laminadora de acero viviera en una villa, algo común entre fines de los 50 y mediados de los 70 y les sorprenda, en cambio, que los rituales del sacrificio que implica el fútbol competitivo pudieran ser respetados por un jugador criado en una villa, algo que hoy es la excepción y no la regla, proceso de exclusión que comienza por parte de muchos auxiliares, dirigentes y entrenadores que compendian los prejuicios y esgrimen las nuevas leyendas urbanas.
El problema de la vivienda era el mayor problema respecto de la población de las villas de los cordones de los grandes centros urbanos de aquel entonces. Las clases medias poco proclives a la sensibilidad y la comprensión tenían su leyenda urbana de entonces: los villeros (que eran trabajadores, en su inmensa mayoría) no accedían a la vivienda porque se gastaban sus sueldos en vino y en televisores en vez de comprar leche para sus hijos y ahorrar para la casita.
El martes 24 se cumple un nuevo aniversario de la instauración de la dictadura cívico militar más destructiva y necrófila de la historia argentina. Probablemente, quienes esperan este feriado largo como un anticipo del de Semana Santa, para disfrutar de todo aquello que les dio el proyecto político del que abjuran como si las camionetas negras que pueblan las calles fueran fruto exclusivo del talento personal, no reflexionen demasiado sobre lo que significaron aquellos años cuyas consecuencias aún padecemos, como secuelas de nuestra propia Hiroshima. Como un ex combatiente que se pega un corchazo en una húmeda habitación, cansado de vivir atontado por una medicación que no mitiga los dolores profundos del alma; o los medios de comunicación hegemónicos, aliados a lo más vetusto y corrupto del Poder Judicial y los ex servicios de inteligencia, que con el descaro más despectivo pretenden hacer un mártir de un vivillo fiestero, que también se pegó un tiro pero en un edificio de lujo, cuyos agujeros negros no saben ya cómo tapar.
Pero también los actos vitales son los que nos restituyen en nuestra condición de ciudadanos del mundo, por volver a tener una patria desde la que pensar los dilemas planetarios. Así, el domingo 22, en la amarilla Ciudad de Buenos Aires se corrió una nueva edición de la carrera de Miguel, en homenaje al atleta desaparecido Miguel Sánchez, que ya tiene una calle en la Capital y en varias ciudades del país. La carrera en homenaje a este atleta tucumano que participó tres veces del maratón de San Silvestre, en San Pablo, y que escribió el poema “Para vos, atleta”, desaparecido hasta el día de hoy tras haber sido secuestrado de su casa en Berazategui, en 1978, comenzó a disputarse en Italia, en 2000, al año siguiente se hizo la primera edición en el país, y Buenos Aires, Bariloche y Villa la Angostura, entre otras ciudades, ya tienen su versión de este minimaratón que se realiza en homenaje a los deportistas víctimas de la dictadura.
La dictadura no fue un cuento, los que sumamos décadas tenemos demasiadas marcas en el alma para dar fe de esto.