La FIFA cumplía 50 años y, como su sede principal se asienta en Zurich, las máximas autoridades del fútbol decidieron hacerse un modesto homenaje y montaron el Mundial de 1954 en Suiza. La siempre impoluta Suiza, que había salido indemne de la guerra, ya se barajaba como sede en 1950, pero finalmente se optó por Brasil.
Los uruguayos llegaban a la nueva cita a defender el título, pero en el camino se cruzaron con uno de los equipos más poderosos y exquisitos de la historia, la Hungría que comandaba Ferenc Puskas, quien años después deslumbraría al público del Real Madrid.
Hungría, medalla dorada en los Juegos Olímpicos de 1952, fue la sensación del torneo de Suiza, pero, como sucedería con Holanda en 1974, el mejor no fue el campeón. En la final, el sólido equipo alemán, con un plus atlético que despertó algunas sospechas, dio vuelta el 0-2 que le infligían Puskas y sus talentosos acompañantes y se quedó con la copa.
Del otro lado del océano, ese mismo año, un par de explosivos sucesos terminaban de darle forma a un género musical que marcaría el resto del siglo y que tendría tanta o más difusión y desarrollo comercial que el fútbol: el rock and roll.
Bill Haley & His Comets, una banda de riguroso traje y jopo que supo interpretar las señales de la época, logró que su registro de Rock Around The Clock, clásico inoxidable que siguió sonando hasta nuestros días, llegara al número 1.
También en 1954, en el Sun Studio de Memphis, un camionero de 19 años que vivía al límite de la pobreza grabó su primera canción, That’s All Right, compuesta por Arthur Crudup, cantante y guitarrista de blues. El joven, llamado Elvis Aron Presley, que se animó a improvisar durante la sesión, impresionó de inmediato al dueño del estudio, quien pudo distinguir en la voz del novato “una combustión intuitiva de campo, iglesia y bar de pueblo”.
Ambos hechos son señalados como determinantes en la fundación del rock, cuya historia, desde luego, incluye una infinidad de nombres: Jerry Lee Lewis, Little Richard y Chuck Berry, entre muchos otros contemporáneos de Elvis y Bill Haley.
Por otra parte, remontarnos a los orígenes obliga a reflejar un proceso que comienza en los algodonales del sur de los Estados Unidos, donde los negros le pusieron una música honda a su tristeza. Porque antes del rock fue el blues, melodías rurales que irían evolucionando hacia otras formas, que incorporarían nuevos instrumentos y la chispa del jazz hasta convertirse en el rhythm & blues.
Esta somera genealogía tiene sangre negra. El aporte blanco es la música country, el otro componente en la pócima mágica del rock, término acuñado por un DJ de la radio, Alan Freed, que seguramente no imaginó nunca la dimensión que alcanzaría tal bautismo.
Desde entonces, al rock se lo ha asociado a categorías tan diversas como la contracultura, la moda y los negocios globales. En todo caso, siempre ha sido una bandera juvenil, que esporádicamente recicla su potencia y se ramifica en subgéneros. Cabe preguntarse cuál habría sido la suerte de aquella tradición musical negra sin la intervención de los blancos. Sin esa apropiación que los músicos, desde Elvis hasta Eric Clapton y los Stones, reconocen con gratitud.
En un país en que la segregación étnica todavía es un problema, no cuesta mucho suponer que sin la aparición de las estrellas blancas, otra habría sido la historia. Por lo pronto, más discreta. Pero eso es un mero ejercicio de la imaginación.