Los cuerpos ejemplares que en la Antigüedad representaban la armonía y la belleza fueron resignificados en el siglo XX con netos propósitos políticos. Así, el nazismo pretendió usar a los deportistas como emblema de una raza superior llamada a la victoria.

El caso más prominente son los Juegos Olímpicos de 1936, aunque el anfitrión Hitler tuvo que afrontar algún momento amargo como las apabullantes carreras de James Cleveland Owens, más conocido como Jesse, negro para más datos, quien cosechó cuatro medallas de oro para disgusto étnico y consecuente duda existencial del Führer.

Sin ese marcado sesgo racista, Benito Mussolini también utilizó el deporte para difundir su régimen autocrático. En 1934, el fútbol se expandía como espectáculo de multitudes e Italia organizó la segunda Copa del Mundo. Gran oportunidad para ratificar el paso triunfal del fascismo por medio de un logro deportivo de enorme resonancia.

saludo nazi

Abundan los testimonios acerca de las presiones sofocantes, por decirlo de una manera elegante, que el Duce ejerció sobre sus subordinados. “No sé cómo se hará pero Italia debe ganar este campeonato; es una orden”, dicen que se despachó ante el general Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol.

Las amenazas, explícitas o veladas (había para todos los gustos), le dieron a aquel torneo un carácter de simulacro. La prepotencia fascista no echó mano al disimulo para llevar a la selección italiana a lo alto del podio, lugar al que accedió al derrotar a Checoslovaquia en la final.

En el camino a la consagración, queda para la mitología el duelo con España (dos partidos) por los cuartos de final, cuando los árbitros consintieron desde patadas salvajes hasta goles ilícitos como contribución a la gesta italiana.

De todos modos, en 1934, el gobierno de Mussolini estaba sobradamente consolidado. El Duce llevaba doce años en el poder, asumido en 1922 por pedido del rey Vittorio Emanuele III. En ese tiempo le había dado forma a un programa totalitario basado en su liderazgo absoluto, partido único, el Gran Consejo Fascista y las milicias de seguridad nacional, los famosos Camisas Negras.

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El fascismo era antiliberal, antisocialista y, principalmente, antidemocrático. Encarnaba una reacción a las ideas provenientes de la Revolución Francesa, entre ellas la noción de igualdad. Sin embargo, el régimen conducido por Mussolini no se subordinó a una teoría, sino que elaboró su doctrina en la acción. Una acción personalista pero respaldada por las más encumbradas instituciones conservadoras: la iglesia, el ejército y la monarquía.

Acaso lo que define más cabalmente la singularidad del fascismo es, a la par de su prédica nacionalista, su culto al Estado. Un Estado que es no solo una realidad política sino moral también. Y que, por ende, lo abarca todo y lo decide todo, desde las actividades religiosas hasta la organización sindical.

Nacido en 1883, hijo de un herrero, Mussolini tuvo una formación autodidacta y un recorrido político sinuoso. A tal punto que en su juventud dirigió el periódico oficial del Partido Socialista. Pero al desatarse la guerra de 1914, sus opiniones viraron en forma radical y perfilaron al futuro dictador.

En 1919 fundó los Fascios Italianos de Combate, fuerza de choque que tomó su nombre de la simbología romana. Estos primeros Camisas Negras consiguieron un gran apoyo a lo largo de toda Italia, incluso en el campo, donde combatieron a las ligas de campesinos y a toda agrupación que despidiera el mínimo olor a socialismo.

La célebre “marcha sobre Roma” de los fascistas convenció al rey de que había surgido un líder que podía ser útil a sus aspiraciones. Fue el comienzo de un largo y sangriento abuso de poder que el pueblo italiano jamás olvidará. El Mundial ganado a la fuerza es apenas una muestra.