Los inventores del fútbol se tomaron su tiempo para ganar la Copa del Mundo, pero finalmente lo lograron. Justo cuando les tocó ser los organizadores. La condición de dueño de casa nunca es un dato menor, aunque en el Mundial de 1966 resultó determinante. Quizá el argumento más contundente del equipo local, que más allá de su innegable poderío recibió gran ayuda de los árbitros.

El episodio más recordado de este favoritismo ocurrió en la final. En el tiempo extra del choque ante Alemania, y con el resultado 2-2, el árbitro suizo Gottfried Dienst convalidó un falso gol de Geoff Hurst e inclinó así la suerte hacia el lado de los locales, que se impusieron por 4-2.

En la sospecha de trampa resonaba la tradición de abuso del imperio británico (una rica saga de apropiaciones indebidas), que corría a contramano de los vientos de cambio que dominaron la década del sesenta y que la convirtieron, acaso con algo de exageración y nostalgia, en un tiempo entrañable.

Fue una época en que emergieron importantes movimientos sociales que lograron perdurables conquistas en distintos órdenes. Por caso, en favor de los negros y de las mujeres. En Estados Unidos, las crecientes demandas de la población negra para acabar con la segregación alcanzaron su nivel más radical con la creación del Partido de las Panteras Negras, en Oakland, California, en 1966. Al influjo de la prédica de Malcolm X, la agrupación defendía la autodeterminación de los negros (aspiración más ambiciosa que la “integración”) y no escatimaban medidas violentas “de autodefensa”, favorecidas por el permiso irrestricto de portar armas que rige en los Estados Unidos.

El Black Power tuvo su (escandalosa) ventana al mundo durante los Juegos Olímpicos de 1968, cuando dos atletas negros levantaron su brazo enguantado en el podio, símbolo de su causa, en una de las fotos más famosas del deporte mundial.

También en Estados Unidos, el reclamo de las mujeres por un reconocimiento mayor en la esfera pública (entre otras postergaciones) toma la forma del feminismo liberal (se funda en 1966 la Organización Nacional para las Mujeres), que luego adoptaría posturas más radicales.

De todos modos, la mirada romántica sobre los años sesenta tal vez no haga honor a la efervescencia política sino al papel protagónico de la juventud, impulsora de valiosas transformaciones. Con distintos intereses, con más o menos organización y proyecto político, los jóvenes desafiaron el orden social tanto en el mundo capitalista como en ciertos bastiones del comunismo soviético.

En América, quienes se habían criado en la relativa prosperidad de la posguerra (no solo las capas medias sino los trabajadores tuvieron acceso fluido al consumo), reaccionaron ante el aburguesamiento de sus mayores y la persistente beligerancia del gobierno. En especial, se opusieron a la aventura sanguinaria de Vietnam.

Se dejaron el pelo largo, se vistieron de colores, defendieron la libertad sexual, la paz y la experimentación con drogas. Se los llamó hippies y se los caracterizó como una contracultura que tuvo en la música su lenguaje más eficaz. El festival de Woodstock (1969), que se extendió tres días y al que asistieron 450 mil personas, fue el apogeo de este movimiento que repercutió en todo el mundo.

Para ese entonces, The Beatles ya habían consolidado su reinado e impuesto un sonido que refundaba la música popular. A su vez, se erigían en un icono juvenil masivo, lo que propició una revolución en el mercado cultural. Ya a fines de 1963, ocho de las veinte canciones más vendidas en Gran Bretaña eran de The Beatles.

Los universitarios también manifestaron su voluntad de cambios sociales y fueron actores principales de la época. El Mayo Francés, con su sesgo festivo y su fraseología poética tuvo en vilo a De Gaulle y logró extender la lucha al movimiento obrero. En la cercana Checoslovaquia, la juventud aportó su vigor y su afán de libertad a la Primavera de Praga, también en 1968. Los tanques rusos acabaron con aquella nota disonante.

Ese mismo año, del otro lado del océano, los estudiantes mexicanos fueron la chispa de una protesta masiva que terminó con la sangrienta represión policial en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. La cantidad de muertos fue escamoteada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. De todas maneras, el papel de la juventud como carne de cañón no es exclusividad de los dorados años sesenta.