La Argentina, con un equipo al que luego tildaron de aburguesado y dormido en los laureles, viajó a España en 1982 a defender el título obtenido bajo el ala de la dictadura de Videla. Si cuatro años antes el contexto había sido la represión clandestina de un Estado terrorista, ahora era la Guerra de Malvinas.

Destinada a la indiferencia política -podría decirse que al disparate-, la Selección argentina disputó el Mundial mientras millares de compatriotas adolescentes padecían en las trincheras heladas una guerra inventada por los militares para permanecer en el gobierno.

portada malvinasA pesar de la inclusión de Maradona -terminó la competencia tristemente, con una expulsión-, el equipo no rindió como se esperaba y el campeón fue Italia. Pero el recuerdo más grato de España 82 es el exquisito mediocampo de Brasil, con Sócrates, Falcao, Toninho Cerezo y Zico. Ellos le dieron sentido al Mundial.

En noviembre de ese mismo año, en Polonia, luego de un año en prisión, fue liberado Lech Walesa, líder del sindicato Solidaridad y una de las figuras políticas más relevantes de la década, signada por el resquebrajamiento del bloque soviético, en el que Polonia revistaba.

Walesa emergió en el mapa mundial en 1980, en medio de la grave crisis económica polaca, cuando tuvo un rol protagónico en las huelgas iniciadas en el astillero Lenin, de la ciudad de Gdansk, que no tardaron en diseminarse por todo el país.

La situación acuciante de los trabajadores, sumada a las vacilaciones del Partido Obrero Unificado Polaco (la burocracia que gobernaba) permitió la expansión de un movimiento que estaba en la mira de todo occidente, por cuanto horadaba el poder soviético.

Solidaridad se transformó en un sindicato independiente del control comunista. Y no solo eso: como emblema libertario (sintetizado en el rostro de tupidos bigotes de Walesa) fue el punto de confluencia de otros grupos que se plegaron a esta nueva y vigorosa corriente.

Un dato no menor para entender el peso que logró el flamante sindicato es el papel que cumplió la Iglesia Católica, que apoyó a los obreros en lucha y les dio protección institucional. Había un papa polaco, Karol Wojtyla (una coincidencia feliz para el sindicalismo rebelde), que en los primeros días de 1981 recibió a Walesa, junto a la plana mayor de Solidaridad.

Para la Iglesia, las aguas turbulentas y la posibilidad de un nuevo orden (que parcialmente restaurara el viejo orden, así es la jerarquía católica) significaba la esperanza de recuperar el terreno perdido ante un régimen indiferente a las corporaciones religiosas. Aunque la fe estuviera más o menos soterrada por la autoridad comunista, el 95 por ciento del pueblo polaco reconocía convicciones católicas.

La avanzada sindical dio lugar a la firma de un acuerdo de 21 puntos en los que el gobierno reconocía una serie de reivindicaciones obreras, que iban desde el pago de vacaciones hasta el derecho de huelga. Sin embargo, la mirada permisiva de la Unión Soviética dio un vuelco. Y con la promoción del general Wojciech Jaruzelski como jefe de Estado (último eslabón de la cadena comunista en Polonia previa a la debacle definitiva) volvió la mano dura.

Jaruzelski se abocó a desactivar las conquistas de Solidaridad y, dictada la ley marcial, procedió al arresto de millares de trabajadores y simpatizantes del sindicato, entre ellos el propio Walesa, quien quedó bajo la supervisión del Servicio de Seguridad. Solidaridad pasó entonces a la clandestinidad. Pero la brecha que comenzó a abrirse en Gdansk era irreversible. En buena medida, por al apoyo internacional.

Uno de los gestos más contundentes en este sentido fue la entrega del Premio Nobel de la Paz a Walesa, en 1983. Es cierto que su habilidad política y el delicado póker que jugaba con un gobierno militarizado lo obligaron a cuidarse del desborde y la violencia.

La influencia de este electricista y jefe sindical de acendrado sentimiento católico se encaminaba a ser decisiva para el Siglo XX polaco. En 1989, Solidaridad retomó su carácter legal y, un año más tarde, convertido en un político cabal, Lech Walesa coronó su fulminante trayectoria de diez años como presidente de la nación.