La final del Mundial de 1994 fue otro fiasco. Por primera vez, luego de 64 años de torneos, la definición se produjo a través de los penales, tras un 0-0 flojito entre Brasil e Italia.
Como en la final de 1970, se impusieron los brasileños, con lo que lograron su cuarta copa. Lo más prominente de aquel equipo fue la delantera, integrada por una dupla memorable: Bebeto y Romario, una fórmula ideal para la época que combinaba destreza y pragmatismo.
Ese año, una tardía reivindicación conmovió al planeta: el 9 de mayo asumió como presidente de Sudáfrica Nelson Mandela, histórico líder en la lucha contra la segregación, el autoritarismo y los crímenes del gobierno de la minoría blanca, quien había pasado 26 años en prisión a causa de su militancia.
Estas elecciones fueron las primeras en las que todos los grupos étnicos tuvieron derecho a voto. Y Mandela se convirtió así en el primer presidente negro de la República de Sudáfrica, un país que durante casi medio siglo aplicó el perverso experimento del Apartheid.
Apartheid significa “separación” en afrikáans, una de las dos lenguas oficiales del país (la otra es el inglés), que fue introducida por los colonos holandeses en el siglo XVII. Y se trata de un régimen que no solo anuló derechos elementales de negros y mestizos, sino que intentó confinarlos en refugios, reservando las ciudades para los blancos.
La base legal del Apartheid, desarrollada y promulgada por el Partido Nacional a fines de los años cuarenta (y especialmente fomentada desde 1958 por el primer ministro Hendrik Verwoerd) especificaba que los negros no eran ciudadanos de Sudáfrica, sino de supuestos estados independientes (guetos acuciados por la pobreza) llamados bantustanes.
En las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, más de 3 millones y medio de personas fueron obligadas a desplazarse a estas zonas. Por ejemplo, en la ciudad de Johannesburgo, un total de 60.000 habitantes negros fueron reubicados en una zona llamada Soweto. Para entrar en las ciudades y para trasladarse, los negros precisaban un permiso especial.
La zozobra (y en ciertos casos el absurdo más cruel) provocada por este régimen de abuso se detallan con maestría conmovedora en la novela Vida y época de Michael K, del gran autor sudafricano J.M. Coetzee.
En este contexto emerge y crece la figura de Mandela (nacido en 1918 bajo el nombre de Rolihlahla Mandela, lo de Nelson vino después), que en 1944 fundó la rama juvenil del Congreso Nacional Africano, organización en la que llegó a secretario general cuatro años más tarde, en el preciso momento en que accedía al poder el Partido Nacional.
En paralelo a su acción política, sufrió una pertinaz persecución que derivó en infinidad de arrestos, imputaciones y juicios. Luego de la matanza de Sharpeville, en la que 69 ciudadanos negros fueron asesinados por las fuerzas de seguridad, el gobierno prohibió el Consejo Nacional Africano.
Con el fin de evitar una nueva detención, Mandela pasó a la clandestinidad, situación que, según referiría años más tarde, no se diferenciaba demasiado de la cotidianidad de los negros en Sudáfrica. Agobiado por la irreductible posición de las autoridades segregacionistas -y descartada por lo tanto la vía política-, el CNA creó un movimiento armado, Umkhonto we Sizwe, con Mandela como máximo dirigente, quien partió a una extensa gira por África, que incluyó entrenamiento militar.
Al regresar fue encarcelado y, mientras estaba en prisión, la policía registró el cuartel general de la CNA en Rivonia. El secuestro de documentación privada sirvió de argumento para un nuevo cargo (el de actividades subversivas) del que fueron objeto Mandela y otros siete dirigentes.
El 20 de abril de 1964, en el juicio, durante el cual acometió una autodefensa de cuatro horas antes de que lo condenaran a cadena perpetua, Nelson Mandela dijo: “He combatido la dominación blanca, he combatido la dominación negra. He soñado siempre con una sociedad libre y democrática. Espero vivir lo suficiente como para ver este ideal transformarse en realidad. Pero, si hace falta, estoy dispuesto a morir por él”.
Enviado a la terrible prisión de Robben Island, en 1982 fue trasladado a Pollsmoor (Ciudad de El Cabo), donde las condiciones de vida eran más llevaderas. Por ese entonces se inició una campaña internacional a favor de su liberación y su nombre se diseminó como ejemplo de la resistencia, la templanza y el coraje.
El sufrimiento de 26 años en la cárcel no le quitó a Mandela un ápice de lucidez política. Alejado de cualquier afán revanchista, al recuperar la libertad en 1990 se abocó al diálogo con el gobierno del presidente Frederik Willem de Klerk con el propósito de desmontar el aparato del Apartheid hasta su último resquicio legal.
Sinónimo de equilibrio y vocación pacífica -le otorgaron el Premio Nobel en 1993-, aunque sin resignar firmeza, formó una comisión para esclarecer los crímenes cometidos en nombre de la pureza étnica e invirtió todo su esfuerzo en consolidar una sociedad democrática que pudiera sobrellevar la división y el encono luego de décadas de iniquidades.
Gracias a su intuición de político experto, consiguió parte de ese objetivo con el deporte. El Mundial de Rugby de 1995, organizado y ganado por Sudáfrica, resultó más eficaz para cohesionar una población partida que mil discursos, campañas y leyes.