En su afán por explorar nuevos mercados, la FIFA decidió ampliar el mapa habitual de los Mundiales y realizar el del año 2002 en Asia. Por primera vez hubo una sede doble (Corea del Sur y Japón) y también por primera vez la Copa del Mundo abandonaba la geografía conocida de América y Europa.
De todos modos, las nuevas tierras futboleras coronaron al más repetido campeón, Brasil, que en la final le ganó a Alemania 2-0 y consagró a dos de los mejores jugadores que vistieron la camiseta amarilla en todos los tiempos: Ronaldo y Rivaldo.
En un mundo cada vez más pequeño gracias al avance de las comunicaciones (pero no por eso más equitativo), Europa resolvió derribar algunas fronteras económicas y, ese mismo año, más precisamente el 1 de enero, puso en circulación el euro en doce de los quince países que formaban parte de la Unión Europea (UE).
Fue el cambio de moneda más importante de la historia, que afectó a 308 millones de personas. A la vez, como se ufanan los responsables del Banco Central Europeo en su página web, la aparición del euro significó una proeza técnica, que algunas cifras pueden ilustrar: se imprimieron casi 15 mil millones de billetes en distintas plantas del continente por 633 mil millones de euros. Y se acuñaron 52 mil millones de monedas, para lo cual se usaron 250 mil toneladas de metal.
El esfuerzo logístico tuvo un final exitoso. Muchos recordarán las crónicas festivas que daban cuenta de las multitudes de europeos que se congregaron en los cajeros automáticos para retirar los billetes calentitos y poder palpar por fin aquella novedad tan comentada.
Al margen de sus ventajas, los flamantes papeles les arrebataban a las sociedades parte de su identidad. Fue el adiós a la lira, al marco alemán, al franco francés, a la peseta, entre otras monedas que paulatinamente (dos meses convivieron con el euro) dejaron de existir.
Mucho antes de que el euro viera la luz en forma de billete (acaso demasiado ancho y de escaso largo) con una cotización de 0,90 dólar, la idea de una divisa continental frecuentaba las reuniones de los líderes europeos. Y su feliz concreción, el primer día de 2002, marcó el fin de un largo proceso que reconoce diversas etapas.
En 1979 se dispuso el Sistema Monetario Europeo (SME) como manera de unir las monedas para defenderse de las grandes fluctuaciones cambiarias producidas por la crisis del petróleo, entre otros cimbronazos financieros de la década del setenta. Se estipuló un valor de referencia surgido de una canasta de monedas regional llamado European Currency Unit (ecu).
El ecu es el antecedente del euro, nombre que se instaló, a propuesta de Alemania, en 1995. Fue en una cumbre en Madrid, donde, entre otras medidas, se estableció un tiempo de transición hasta que el euro se transformara en moneda de circulación.
En 1999 se adoptó el euro como dinero no efectivo, por lo que pasó a ser una moneda virtual para los entonces once países de la llamada zona euro: Austria, Bélgica, Finlandia, Francia, Alemania, Irlanda, Italia, Luxemburgo, los Países Bajos, España y Portugal. Las empresas ya podían hacer operaciones denominadas en euros, y en las cuentas bancarias aparecía el valor en euros junto a las monedas nacionales que todavía regían.
Para que el euro llegara a los cajeros automáticos, los estados en cuestión se comprometieron a acatar los “criterios de convergencia” del Tratado de Maastricht referidos a tasas de interés, inflación y deuda pública. A dieciséis años de su estridente debut en la economía mundial, se puede decir que el destino de la zona euro no ha sido tan homogéneo como hizo pensar aquel proyecto unificador.
Con el liderazgo muy claro de Alemania y el sufrimiento de socios menores como Grecia, la familia europea afronta con costos sociales muy distintos los períodos de crisis.