Brasil parece destinado a una tristeza sin fin cada vez que organiza un Mundial. En 1950, contra todos los pronósticos, Uruguay le amargó la fiesta. Y en 2014, el verdugo fue Alemania, que en semifinales le infligió la oprobiosa goleada 7-1. Brasil tenía entonces un equipo mediocre –hecha la salvedad de Neymar, marginado en mitad del torneo por una lesión–, pero una vez más imaginó que la camiseta y el pago propio serían suficiente compensación.
En septiembre de ese mismo año, un tribunal sudafricano condenó al atleta paralímpico Oscar Pistorius a cinco años de prisión por el asesinato de su pareja, la modelo Reeva Steenkamp, de 29 años, episodio ocurrido un año antes, el día de San Valentín. El juicio tuvo en vilo a Sudáfrica y repercutió en todo el mundo.
Amputado en las dos piernas de la rodilla para abajo desde los once meses, Pistorius se transformó no obstante en una celebridad deportiva, merced a sus afiladas prótesis de fibra de carbono, por las que se ganó el mote de Blade Runner y llegó a competir incluso en los Juegos Olímpicos de 2012, en Londres, un hecho inédito para deportistas con su grado de limitación física.
Pistorius disparó cuatro veces contra Steenkamp, pero en el juicio alegó que la había confundido con un intruso. Que todo fue un lamentable accidente. Es evidente que su legajo deportivo incidió en el fallo, pues la condena de cinco años fue considerada por demás indulgente. Por otra parte, en ese momento, el tema violencia de género no tenía la misma relevancia en la agenda pública que en el presente.
La jueza Thokozile Masipa hizo equilibrio entre los 10 años pedidos por la fiscalía y la absolución solicitada por la defensa. Al cabo de un año, Pistorius pasó a gozar de la prisión domiciliaria.
Hubo una primera apelación y la confirmación, en 2016, de la mano blanda de la justicia sudafricana para sancionar el femicidio. La familia de Pistorius, para condimentar el espeso caldo de conflictos sociales que ventilaba el caso, habló de la inseguridad galopante que, según ellos, azotaba al país y que obligaba a los ciudadanos a armarse y –dejaron la sugerencia servida– dispararle a cuanta sombra sospechosa rondara la casa o sus inmediaciones, siempre como un gesto de defensa propia.
En la otra vereda, desde el progresismo, se observó en la conducta criminal del velocista, además de la prepotencia de género, los resabios de una formación en los barrios blancos sudafricanos, donde por más de 40 años rigió el racismo y el derecho a la violencia por parte de la etnia dominante.
Hubo que esperar hasta noviembre de 2017 para que, tras la segunda apelación, la justicia aumentara la condena a 13 años y cinco meses. El juez Willie Seriti, de la Corte Suprema de Apelación en Bloemfontein, más que duplicó así la condena de seis años impuesta al atleta por el tribunal de Pretoria en 2016, decisión aquella que había dado pie una corriente crítica entre distintas asociaciones de mujeres.
Mandela al margen, es probable que los tribunales sudafricanos, con la historia trágica de segregación y muerte que acredita este país, tiendan a ser benévolos con los blancos, mucho más si los precede la fama internacional.
Tal mirada del mundo –suena insuficiente decirles prejuicios– no es sencilla de erradicar. Un dato a tomar en cuenta en este sentido es que la jueza Thokozile Masipa, que benefició a Pistorius con una pena leve porque no consideró probado que hubiera sido un “asesinato premeditado”, es negra y, por supuesto, mujer. Habría que ver si pesó más en su veredicto la letra sin alma de los códigos o las décadas de una cultura de impunidad blanca que hizo carne hasta en sus víctimas históricas.