Diego Maradona signó la década del ochenta. En Boca, Barcelona y Napoli fue dibujando el asombroso itinerario de un héroe sin antecedentes. El punto culminante, claro, fue el Mundial de México, cuyas imágenes cristalizadas son la cifra del esplendor.
Todo el Mundial fue de Diego. La copa, el mejor gol de la historia, hasta la trampa más escandalosa y subrepticia.
En la cuerda opuesta, la de los infortunios, aquellos años fueron recorridos por una creciente y aterradora incógnita que no dejó de diseminar la muerte: el sida. Al promediar la década y superado el desconcierto inicial, los investigadores habían llegado a algunas certezas sobre la misteriosa enfermedad que devastaba el sistema inmune.
Se sabía que se trataba de un mal infeccioso y que el agente causante era un retrovirus, el VIH, descubrimiento del investigador francés Luc Montagnier. Pero todavía no se vislumbraban terapias efectivas.
Comenzó a usarse en esa época un compuesto llamado AZT, una de las esporádicas esperanzas en la lucha contra el virus. La eficacia lograda durante los ensayos precipitó su lanzamiento al mercado. Se trataba de una presión social (y acaso de un negocio muy jugoso) más que de un proceso que respondía cabalmente a protocolos científicos.
Así y todo, el compuesto resultó de una toxicidad más elevada que la prevista y la mutación del virus terminó por volverlo inoperante. Desde entonces, los cocteles o combinaciones son los que han permitido avanzar en la lucha contra la enfermedad.
En sus orígenes, a comienzos de los ochenta, el sida estigmatizó a la comunidad gay. Las primeras noticias daban cuenta de una enfermedad que eliminaba las defensas de los afectados, todos ellos homosexuales de Los Ángeles, San Francisco y Nueva York, en general jóvenes que habían tenido buena salud.
Que los afectados fueran gente de vida promiscua contribuyó a que la sociedad no le prestara la debida atención a la pandemia en ciernes. De hecho, al principio el sida fue bautizado por los propios investigadores como GRID (Gay-Related Immune Deficiency). También se lo identificó con un castigo de índole imprecisa, como si se tratara de una peste en la Edad Media.
Pero de pronto empezaron a surgir casos que no encajaban: heterosexuales, luego hemofílicos, incluso niños sometidos a transfusiones. De modo que las causas comenzaron a perfilarse más amplias y el sida abandonó el gueto gay al que erróneamente se lo había circunscripto.
Estas novedades, si bien orientaron mejor la investigación, dispararon un estado de inquietud social cada vez mayor, que solo cedió cuando la infección y sus modos de prevenirla estuvieron perfectamente descriptos.
Según los historiadores de la enfermedad, la muerte del actor Rock Hudson, en octubre de 1985, resultó determinante para que el mundo tomara conciencia de que el sida no era un flagelo al que estaba condenada una minoría marginal. Hudson era, aun en su veteranía, un icono del éxito y el encanto. Una de esas grandes estrellas que forja con esmero la industria americana.
Según un informe de Onusida 2010, hay 34 millones de personas con sida en el mundo. Si bien el VIH todavía no tiene cura ni una vacuna que evite su incubación, existen tratamientos que permiten controlar el virus, manteniendo al paciente como portador sano o portador asintomático. Pasadas más tres décadas de su siniestra aparición, el sida no ha sido doblegado, pero su amenaza, prevención mediante, es mucho más tenue.