(Nota de la Redacción: Juan José Soiza Reilly nació en Concordia, Entre Ríos, en 1880 y murió en 1959, apenas un par de años después de escribir esta crónica para el libro Historia del fútbol argentino, Tomo II.
Fue escritor, periodista y profesor. Su trabajo más destacado, más allá de que desarrolló una intensa actividad en radio durante casi 25 años, fue en la mítica revista Caras y Caretas, de la que fue corresponsal en Europa en 1907 y realizó otros ocho viajes a Europa.
En Barcelona le publicaron el libro Cien hombres célebres, con prólogo de Lombroso y en Buenos Aires y obra magna: El alma de los perros.
Fue corresponsal de guerra de la La Nación en la en la guerra del 14 (Primera Guerra Mundial) y publicó 42 libros y novelas, entre las que se destacan La ciudad de los locos y La muerte blanca.
En 1933 viajó a Tierra del Fuego y entró al penal de Ushuaia para entrevistar, enviado por Caras y Caretas, a varios presos que purgaban condenas en ese lugar. Soiza Reilly charló allí con varios de los más conocidos criminales de la época, entre ellos Cayetano Santos Godino, alias El petiso orejudo, el aún hoy recordado asesino de niños.
Cuando Soiza Reilly conoció a Godino, ya tenía 36 años y sumaba 21 en prisión. En su crónica, publicada en el número 1805 de la revista, en 1933, el periodista le puso IVA a la crónica y creó uno de los mitos populares más conservados en la sociedad. Aquel que dice que El petiso orejudo murió en el penal de Ushuaia después de una golpiza que le dieran sus compañeros por haber matado a dos gatitos: “Como quien rompe una astilla de madera, les quebró el espinazo”, escribió Soiza Reilly. En realidad, Godino estuvo internado en el hospital durante 20 días por la paliza que le dieron los demás reclusos y murió once años después, por una úlcera, a los 48 años.
Si quiere conocer algo más de Soiza Reilly, recomedamos esta crónica:
http://www.lanacion.com.ar/1543942-juan-jose-de-soiza-reilly-un-cronista-y-su-tiempo)
—————————————————————————————————————————————-
A medida de que voy envejeciendo ¡qué cerca veo los recuerdos viejos! Mi padre era un gran caminador. Siendo yo niño, todos los domingos me llevaba a pasear por las quintas de la Gran Aldea. Un día, nos detuvimos frente a un terreno –a los fondos del manicomio– o sea la “Convalecencia”. Varios muchachos rubios y fornidos corrían detrás de una pelota que a mí me dio la sensación de que era enorme. Soy del tiempo de la bolita…
Puse el oído: hablaban en inglés. Mi padre me explicó:
–A ese hermoso ejercicio físico de los británicos, se lo llama fútbol.
Dos hombres que parecían los guardianes de manicomio, se detuvieron a contemplar el espectáculo. Uno de ellos le preguntó al compañero:
–¿Se pelean por una pelota? ¿Quiénes son?
–Ingleses. Es un juego de locos…
Ese fue el primer nombre que los criollos le dieron al fútbol.
ELOGIO
Mi padre quería que yo aprendiera inglés. Mi madre –una mujer maravillosa–, jamás lo contradecía. ¡Era tan silenciosa! Pero cuando papá decía: “Este chico necesita aprender inglés…” Ella pensaba por dentro, con palabras mudas que yo le leía en los labios: “¡Yo no quiero que aprenda el idioma de los ingleses!” ¿Por qué? Sentía en sus venas el misticismo de su sangre irlandesa, profundamente católica, herida por las persecuciones de los herejes protestantes.
–Quiero que conozcas –me dijo mi padre– a un caballero inglés de excepción que merecería ser hijo de Irlanda: don Alejandro Watson Hutton, director de una escuela famosa de Buenos Aires: la English High’s School. Allí aprenderás inglés…
El director salió a recibirnos con su levita negra y su corbata blanca. Abrazó con cariño a mi padre. A mí me miró como si me midiera con un metro. Acarició mi cabeza rebelde. Me dio dos golpecitos afectuosos en la espalda. Al verme tan flaco, tan largo, tan pálido, exclamó con voz suave, como médico que receta un tónico: “A este niño le haría falta mucho fútbol”.
Y agregó dirigiéndose a mi padre:
–Llega Usted en un muy buen momento. Acabo de recibir de Inglaterra la primera pelota de fútbol destinada a los cuadros argentinos. Asómese al patio con su hijito. Va a empezar un partido…
El propio director, con su solemne levita y su corbata blanca, jugaba a la par de sus alumnos:
–¡Mirá! –me indicó mi padre–. ¡Con qué destreza y con qué elegancia varonil Mister Hutton le pega a la pelota!
En efecto: a pesar de que aquel noble maestro de varias generaciones argentinas ya no era un muchacho –y no obstante su estrecha levita a la moda–, saltaba con una agilidad maravillosa.
–Se ve –agregó mi padre–, que esa destreza elegante la adquirió en el fútbol siendo muy joven.
Fue el primer elogio que escuché sobre el fútbol.
DE LA ESCUELA AL POTRERO
No vaya a creerse que el fútbol encontró todas las puertas abiertas. Tuvo que luchar con reciedumbre para colocarse por encima de los demás deportes. Algunos diarios serios le hacían el silencio. Y adviértase que ya entonces –hace cuatro décadas–, el fútbol empezaba a popularizarse. Las canchas vencían los domingos al Hipódromo y a los despachos de bebidas.
Si bien el fútbol nació en los colegios británicos de Buenos Aires, fue el piberío porteño quien lo aclimató. Cuando los ingleses o hijos de ingleses jugaban en los terrenos baldíos, nuestros muchachos, apoyados en el alambrado, contemplaban desde afuera la técnica de aquel “juego de locos”. Y les gustó. ¿Por qué? Porque se amoldaba a su temperamento. Las corridas y las gambetas detrás de la pelota, removían los viejos instintos del gaucho que aprendió del ñandú a conquistar su libertad gambeteándole a la muerte. Además, ¡era lindo..! Y fue entonces que los pibes llevaron el fútbol a los potreros del suburbio. Allí inventaron la pelota de trapo y le agregaron al deporte el ingenio de su picardía. Al comienzo de este siglo ya existían varios clubes futbolísticos, pobres en dinero pero ¡canejo! ricos en entusiasmo, en fe y en esperanza. Sin embargo, ¡dura fue la pelea! Algunos grandes diarios no se daban cuenta del porvenir del fútbol.
PALANCA
Un día, Natalio Botana –maestro genial de periodistas– lamentábase de que su Crítica no alcanzaba la difusión con la que él soñaba.
–Necesito buscar algo –decía– que pueda servirme de palanca.
El Diente –apodo de Eduardo Dughera, uno de los canillitas más perspicaces de la calle– le aconsejó:
–Si querés que Crítica se vaya a las nubes, dedicale al fútbol una página entera.
Botana abrió los ojos. Tenía a mano a algunos cronistas deportivos, pero para dirigir la página de fútbol, eligió a un muchacho de talento, literato puro, de talento exquisito.
–Tú te harás cargo de esta página.
–¿Yo? Pero si de fútbol no entiendo ni un comino.
–Mejor. Así dirás cosas nuevas. Te confío la tarea de embellecer al fútbol.
Fue Pablo Rojas Paz el primero entre los talentos que al fútbol a la literatura. Aún hoy se mantiene su famoso seudónimo El negro de la tribuna.
FÚTBOL DIPLOMÁTICO
Yo era cronista en la casa de gobierno. Una tarde preparaba mis apuntes periodísticos, buscando inútilmente la forma de darles interés. Yo conocía el viejo aforismo de los yanquis: Un perro muerde a un hombre, no es noticia. Un hombre muerde a un perro, es noticia.
Se me acercó a la mesa el ordenanza de Presidencia: “Lo llama Su Excelencia”.
Fui. El General Roca me preguntó de sopetón: “¿Quiere Usted venir conmigo a Brasil como periodista?” (Un hombre muerde a un perro, ¡es noticia!)
El General Roca fue un diplomático habilísimo. En aquellos momentos las relaciones con el Brasil no eran nada cordiales. Lo diarios gritaban en letras grandes: “¡Guerra con el Brasil!”
Roca se propuso evitarla. ¿Cómo? Diplomáticamente… Organizó un viaje de confraternidad. Integraban su séquito no sólo modestos periodistas como yo, sino también escritores de fuste y de fusta como Roberto J. Payró, Marianito de Vedia, Julio Piquet, etc. Oradores con música adentro como Belisario Roldán. Además, un team de fútbol seleccionado entre los amateurs de más renombre. Uno de ellos era Jorge Brown. Los llevó para que se enfrentaran amistosamente con un team brasileño de Rio de Janeiro. Roca, cuando quería ver lejos, miraba de reojo. Por algo lo llamaban El Zorro. Hace 50 años, anticipándose al reloj, Roca me dijo: “El fútbol puede contribuir a que los pueblos se conozcan.”
Llegó el día del cotejo entre porteños y cariocas. La cancha rebosaba de gente. Flameaban las banderas de los dos países y los gritos eléctricos de júbilo. Al entrar los jugadores argentinos, la ovación fue estruendosa.
El General Roca sentíase feliz. No se había equivocado. En el Brasil el fútbol estaba en pañales. Carecía de los buenos jugadores que tuvo después. En el primer tiempo, los criollos hicieron tres goles. Los brasileños, nada.
El público empezó a enfriarse. ¿Con qué derecho perdían los brasileños? Las tribunas dejaron de aplaudir. Se acabaron las vivas a nuestro país. Roca se puso pálido. ¡Adiós sueños diplomáticos de confraternidad!
Al terminar el primer tiempo –3 a 0–, Roca se dirigió al vestuario con el objeto de felicitar a los dos bandos. Luego, tomó de brazo a Jorge Brown –capitán del equipo argentino– y le habló al oído: “Mi querido don Jorge. Es imprescindible que Ustedes pierdan el partido. Háganlo por la Patria, muchachos.”
La diplomacia del fútbol o el fútbol de la diplomacia contribuía a asegurar la paz entre dos pueblos.
UN TRAJE
El fútbol profesional fue establecido en 1931. Antes de esa fecha se jugaba por amor al arte. Nuestro deporte popular tuvo, como la poesía, su época romántica. ¡Maravillas del progreso! Hoy, hasta las más modestas instituciones futbolísticas, manejan millones. Antes, ni moneditas. ¿De qué vivían? Del aire… Algunos clubes nacieron al aire libre, como los hijos de los pájaros.
Platense, en un boliche de la esquina de Posadas y Callao. San Lorenzo, en el umbral de un conventillo de Almagro, desde donde, el virtuoso sacerdote salesiano Lorenzo Mazza lo llevó al patio de su oratorio de la calle México –entre Quintino Bocayuva y Treinta y Tres–. Boca nació a la gloria el 3 de abril de 1905 en un banco de la Plaza Solís… Todos fueron hijos humildes que se levantaron a fuerza de coraje.
Los jugadores tenían que comprarse desde los zapatos hasta las camisetas. ¡Qué digo el traje! Para ir a jugar a otras canchas cada uno se pagaban el tranvía.
Desde 1913 a 1919, Racing ganó siete campeonatos seguidos. Los dirigentes resolvieron premiar con dinero a sus heroicos paladines, pero como eran amateurs, los reunieron en secreto, en un sótano, y a cada uno le pusieron en la mano un billete de banco: 10 pesos.
En otra ocasión, Racing jugaba en los dominios de Barceló, un partido homenaje al gobernador de la provincia, Marcelino Ugarte. Racing estaba en la obligación de ganar para alegría de sus hinchas y en homenaje al mandatario. Fue entonces que el Intendente Alberto Barceló llamó al más admirado y deslumbrante de los goleadores, el admirable Pichín Hospital: “Oyeme, Pichín. Si tu cuadro gana, te regalo un traje.”
Al día siguiente, Pichín se paseaba orgulloso por Avellaneda luciendo su nuevo traje.
–¿Cuánto te costó, Pichín?
–Tres goles, hermano.
LECCION DEL PASADO
El fútbol tuvo como Hernán Cortés, su “noche triste”. Se había infiltrado tan hondamente en el alma del pueblo, que llegó a convertirse en una pasión pujante, ciega, arrolladora, tanque… Así empezó en nuestras canchas la incultura de los botellazos, de los naranjazos, de los adoquinazos. En Lanús, ¿recuerdan?, un vigilante sacó su revólver, hizo fuego y mató a un niño inocente. En el Parlamento, un diputado dijo: “Hay que prohibir el fútbol.”
Consulté para Caras y Caretas la opinión de personas de todos los ambientes. El que mejor que contestó fue el veterano Jorge Brown:
–¿Debe prohibirse el fútbol como se han prohibido las corridas de toros? –le pregunté.
–No. Nunca. Lo que debe prohibirse es la incultura. ¡El fútbol es un juego de caballeros cuando lo juegan los caballeros!
———————————————————————————————————————————
* Este texto fue extraído de Tomo II de Historia del fútbol argentino – Editorial Eiffel 1958.