“Prefiero perder en semifinales antes de jugar la final contra Boca”. La frase la pronunció un hincha de River amigo de esta revista antes de los partidos frente a Gremio y automáticamente fue avalada por otro riverplatense como si se tratara de una obviedad absoluta. En ese momento ingresó un simpatizante de Boca a la escena y opinó en el mismo sentido: para él, también era más conveniente caer frente a Palmeiras antes de jugar el Superclásico en la gran final. Nos pareció increíble la situación y trasladamos la pregunta a más hinchas, que en un buen número estuvieron de acuerdo con sus temerosos colegas. Para ellos, el pavor por la derrota le ganaba a la ilusión por el triunfo. Sin embargo, aquella fue una victoria del miedo fue fugaz, porque hoy todos celebran la histórica oportunidad de vivir algo inigualable.

“¿Gritaste los goles?”, fue la pregunta obligada al protagonista de la frase anterior. “Como nunca en mi vida”, respondió. “Entonces era mentira que preferías perder”. Cuando el hincha moderno (de cualquier género) tiene tiempo para pensar, se transforma en un sujeto cobarde, pesimista, pusilánime. Aunque tenga el mejor equipo posible, supone que la derrota es su destino inexorable. Entiende que tiene todo para perder y muy poco para ganar. Desea más eludir la burla ajena que festejar el éxito propio. En definitiva, elige el sopor de la intrascendencia por sobre la probabilidad de la gloria.

O por lo menos sospecha todo eso. Porque en realidad los anteriores son sentimientos ficticios. La percepción cambia en cuanto aparece el fútbol. El juego le devuelve su esencia. Se esfuman la crueldad módica de las redes sociales y las cargadas laborales y revive la pasión genuina. Cuando el equipo sale a la cancha, lo único que importa es el ahora. Y todos quieren ganar, inconscientes del futuro.

River y Boca jugarán la final más grande de todos los tiempos. No hay en la historia del fútbol mundial un partido similar. No hace falta buscar en los libros. Si alguna vez se hubiese jugado algo como esto, todos lo recordaríamos. Desde este lugar no se caerá en la torpeza de afirmar que esta serie es una más, pero tampoco en la temeridad de decir que marcará el final de alguno de los dos clubes más grandes del planeta tal como lo conocemos. En el pantano de las redes sociales y en varios medios tradicionales se ha insistido en estas primeras horas de una previa que será eterna en el carácter de “guerra” que tendrá este cruce. Casi nadie se tomó el trabajo de buscar sustantivos menos agresivos. Los “chistes” de que se viene el fin de nuestro país perdieron gracia antes de nacer.

Pero el fútbol argentino merece esta final. Es un premio a sus más de cien años compitiendo en los primeros planos mundiales, a su aporte eterno para la grandeza del juego más popular del mundo. Merece vivirla a pleno, con los sentimientos a flor de piel y sin medias tintas. Con la certeza de que el ganador se quedará con una victoria que lo acompañará a la tumba y más allá y que el perdedor buscará revancha por el resto de sus días. Son días para disfrutar, incluso de la tensión y de la ansiedad. Y también son días para tratar de no perder de vista el juego. Porque pocos hablarán de lo que suceda en la cancha.

Será más fácil referirse a las cuestiones periféricas: a la seguridad, a las entradas, a los árbitros, al entorno. El fútbol va a ser lo de menos, aunque sea lo único que importa. Aunque la única manera de llegar a la gloria sea hacer un gol más que el rival. Porque algunos incluso tratan de que eso ni siquiera sea así. Piden puntos por televisión, rosquean en oficinas después de desperdiciar 180 minutos haciendo tiempo. Lloran. Pero más allá de los intentos de retirar al fútbol del campo de juego, todavía se sigue definiendo allí.

Se viene el partido que todos soñamos alguna vez con jugar. Juguémoslo.