Una mujer tiene una relación bastante tensa con su marido, se chicanean bastante. Discuten a veces. Se amenazan, incluso. Pero conviven. En un momento dado, el marido ataca a la mujer. Específicamente, le tira gas en un ojo. Ella no se anima a irse de su casa, pero la justicia interviene y define que el hombre debe dejar el hogar. El muchacho en cuestión se resigna: se atiene a la ley, toma sus cosas y se va.
Cuando le preguntan a ella qué pasó con su marido, contesta: me abandonó.
Cuando le preguntan a él qué pasó con su esposa, contesta: me abandonó.
No hace falta aclarar que los dos mienten.
“El que no salta, abandonó”, gritaba la hinchada de River en lo que parecía ser su fiesta de clasificación a la final de la Copa Libertadores. La dedicatoria, está bastante claro, era para su clásico rival, Boca, y la referencia se dirigía directamente a ese partido funesto que debió suspenderse por la cobarde agresión de hinchas xeneizes a los jugadores visitantes.
Realmente no se entiende. ¿Abandonó? Salvo que uno sea Leo Farinella, el término no parece ajustarse a lo que pasó.
Boca no abandonó ese partido. Todo lo contrario. Intentó convencer a sus rivales de que no estaban tan magullados. Tanto los jugadores como el entrenador y su presidente buscaron alguna salida para terminar esos 45 minutos que no debían jugarse. En una actitud bochornosa y repudiable, los futbolistas se formaron en la cancha cuando se anunció la suspensión definitiva. En lugar de abrazar a sus colegas, darle la espalda a la hinchada y salir de la cancha en conjunto por solidaridad, el equipo que perdía quiso seguir jugando, por las dudas. River, por su parte, no dejaba la cancha. Los jugadores agredidos preferían restregarse los ojos en público. Dejar clara la lesión. Dejar claro que el ataque era real. Que no tenían miedo. Que no abandonaban. Y no fuera cosa que encima se lo dieran por perdido después, por haberse ido del campo de juego.
Si algo compartieron ese día los dos equipos fue el temor a la acusación posterior. De Conmebol, en parte. Pero sobre todo del sentir popular. Tuvieron miedo al folclore. No querían que los acusaran de abandonar. Los dos querían evitar la canción vejatoria posterior.
No lo hicieron.
Porque ésa que sonó en Paraguay es la misma que entonaba la tribuna de Boca, en referencia al mismo momento, al mismo partido del gas pimienta. Lo hicieron, incluso, el día del encuentro fallido, como si un equipo con la mitad de sus jugadores con la vista afectada pudiera seguir normalmente los octavos de final de la Copa Libertadores.
Las dos tribunas, una antes y uno después, se acusaron mutuamente de abandono.
De alguna manera, los jugadores se contagiaron de la estúpida lógica del hincha. River festejó en el vestuario, tras empatar con Guaraní, con la misma cancioncita vergonzosa.
Y los medios, que ya ni se preguntan qué publican, replicaron una y otra vez la picardía con un nivel de crítica nulo. “Se acordó del clásico rival”. “Se lo dedicó a Boca”. “El festejo en la intimidad, recordando a los primos”.
Lo que genera esa dedicatoria, francamente, es tristeza. Se trata del equivalente al “Es para vos, gallina puta”, que se entona casi siempre después de los goles de Boca en la Bombonera. Ese canto ofrendando la victoria propia al otro, a partir del odio que genera, puede resultar medianamente comprensible en el discurso habitual de los fanáticos. No así en el de los deportistas.
Imaginen si, al final del partido, en la entrevista con Tití, un hombre de River o de Boca, en lugar de obsequiarle el triunfo a su familia y a sus compañeros dijera: “Es para los putos de Boca, cómo los cogimos”.
Seguramente la hinchada lo amaría fuerte.