A pocos días de su promesa solemne de silenzio stampa, Leo Messi se soltó a hablar públicamente. Y no fueron declaraciones de ocasión en la zona mixta, sino reflexiones cuidadas. Por caso, dijo que el talento no es tan importante como el orden dentro de un equipo de fútbol. Parecía un orador avezado. Justo él, que suele lucir tímido, poco dispuesto al uso excesivo del micrófono.
Adidas lo hizo. La firma que lo patrocina (entre otras) lanzaba nuevos botines, un evento comercial de tal magnitud que el remilgo colectivo de los conjurados en Ezeiza ni siquiera podía rozar. Es difícil que Messi haya invocado las injurias proferidas contra Pocho Lavezzi para reclamar el derecho a ausentarse y mantener el mutismo. Uno infiere que, por el contrario, jamás pensó en mezclar la fruta.
Por acá los periodistas de cabotaje, que se van de boca y merecen punición. Por allá, los empleadores corporativos, los dueños de la pelota, que imponen las reglas. Sin embargo, la fruta se mezcla y los medios titulan que Messi rompió el silencio. Como si Adidas y el movilero de Radio Pindonga pudieran compararse.
Entonces Leo, el caudillo construido de prepo, queda tecleando. Borrando con el codo lo que sostuvo con palabras categóricas luego del partido con Colombia. Pero la imagen de incoherencia sería aceptable si olvidáramos que Messi, con su humildad tantas veces celebrada, su escasa afección a la rebeldía y el disenso, es un hombre incapaz de discutir con el poder. Si Adidas lo manda a hablar, hablará hasta que se le seque la lengua. Eso se llama –en la gerencia del mundo Messi– tener plena conciencia de las responsabilidades.
El berrinche del plantel argentino es una pavada que nadie lamentará. Por mucha cara de velorio que fingieran los futbolistas y la prensa el día del anuncio, se sabe que poco se perderá con la omertá de los seleccionados, gente acostumbrada a palabras deliberadamente volátiles o, en su defecto, a intercambiar guiños de humor con sus entrevistadores amigos. Para colmo, el equipo nacional pasará unos meses de descanso, así que la medida sólo tiene un efecto simbólico.
Mi teoría es que los muchachos están calientes con los hinchas. Que los chiflan antes de que salgan a la cancha (Higuaín, Agüero) y se cagan en las medallas que penden de sus pecheras. Y lo hacen sin que ningún periodista se los sugiera. De pura bronca por la repetición de partidos fallidos, de aparente desgano, de ilusiones vanas. Pero como es disruptivo hasta el suicidio declararle la guerra al público, los jugadores les apuntan a los periodistas. Protestan de ese modo.
En cualquier caso, Messi se ha enfundado en un traje que le tira de sisa. O le sobra por todos lados. Lo erigieron –se erigió– en una especie de líder gremial de un pretendido desplante a la prensa. Los argumentos para darse por ofendidos son flacos, sin embargo la apuesta de los futbolistas que hicieron hablar a Messi sonaba drástica.
O así lo parecía la noche de eliminatorias. No obstante, la promesa demostró tener las patas cortas de un fraude menor. Messi se puede plantar ante un defensor obstinado. Pero no ante las reglas del negocio. Quién objetaría el jardín edénico en el que posa los pies cada bendita mañana. A los diez días, Leo ha vuelto a hablar para un auditorio mundial. Jamás aceptaría que violó su palabra. Tampoco se lo harían notar los que lo mandan al proscenio, micrófono en mano, a sostener valores y rebeliones en las que nadie cree.