Louis Althusser era un filósofo francés con una cabecita tan brillante como retorcida. De hecho, terminó en una institución psiquiátrica luego de estrangular a su esposa. Pero al margen de este prontuario tenebroso, desarrolló una mirada personal y heterodoxa del marxismo.
En esta línea, se refiere a la reproducción de la fuerza de trabajo. Esto es: cómo se asegura el empresario capitalista la mano de obra de acá hasta el fin de los días. Respuesta: mediante el salario, por un lado, y sobre todo, a través de la escuela y otras instituciones que se encuentran fuera del mundo laboral. ¿Qué hace la escuela? Consolida la sumisión a la ideología dominante. Nos transmite valores según los cuales, entre otras iniquidades, la concentración de la riqueza en pocas manos es algo absolutamente aceptable. La reproducción de la ideología, sugiere el filósofo, es tan importante como el garrote para sostener el edificio del capitalismo. La vieja y querida batalla cultural.
La obra de Althusser (de todo esto se habla en Ideología y aparatos ideológicos de Estado, de 1969) seguramente ha sido condenada a envejecer por las nuevas visiones de las sociedades. Y también por la teoría, que no sólo afectó a la filosofía marxista, de que leer no vale demasiado la pena. Sin embargo, conserva una fuerza que me empuja a pensar. Pero no en revoluciones necesarias e improbables, sino en el fútbol cinco.
Sin la mediación poderosa del Estado, es decir gracias al empeño cotidiano de los particulares, en la canchitas tapizadas de verde artificial se replica, incluso con afanes didácticos, los pilares ideológicos de ese escenario tan distinto que es la industria del fútbol profesional.
Una cosa es el juego. Porque el juego implica cierta mímesis con los héroes del fútbol posta, el que televisan. Entonces veremos, en los picados nocturnos, cantidad de señores entrados en años y en kilos con botines fluorescentes (en otra época se usaban mucho las calzas), camisetas con nombres ilustres en los dorsales y hasta festejos coreográficos. Todo bien. El juego no sólo es patear la pelota sino volverse niño. Hacer como que. Los adultos no se animan a pactar como en tiempos remotos: “Dale que vos eras Cristiano Ronaldo y yo Mascherano”. Pero no hace falta.
El problema es cuando, acaso por imperceptibles derivaciones de la prédica de algunos comunicadores, la modesta canchita se vuelve caja de resonancia de la más rancia ideología futbolera.
El apartado más irritante para alguien como yo, con vocación de delantero y pulmones talle small, es la noción de solidaridad aplicada selectivamente sólo a la gestión defensiva. “Volvé”, te grita te grita el zaguero de tu equipo (que corre menos que vos, pero pone cara de sacrificado) en ocasión de un contraataque adversario que lo somete a zozobra. No importa si terminaste de hacer la jugada de tu vida en el área enemiga y estás fusilado. Tenés que volver.
Ni que hablar de los contragolpes que terminan en gol. Ahí los defensores se levantan en masa (los dos) y le exigen a la mitad atacante del team un retroceso solidario. Esta vez con un tono más enérgico, el que emplean las comadres para decir adónde vamos a ir a parar, que puede marcar el inicio de una escalada de reproches actuales y de vieja data. Entre la veteranía, la lengua funciona mejor que las piernas después de los veinte minutos de partido.
Tal noción del esfuerzo colectivo no acepta reciprocidad. Al delantero jamás se le ocurriría exigirle al defensor (ese trabajador a destajo) que se mande al ataque todo el tiempo para auxiliar al nueve. Los delanteros están destinados, según esta tesis, a arreglarse sin refuerzos de la retaguardia. División del trabajo a rajatabla, en este caso. La tarea de los goleadores es vital pero solitaria. Paradojas del fútbol cinco en las que resuena el discurso futbolero con ínfulas académicas y modernista. Ese compuesto de axiomas tramposos que traficaba como nadie Fernando Niembro.
Porque, tanto en Old Trafford como en la cancha de acá a la vuelta, el crack tiene que complementar sus destrezas con alguna zambullida a los pies del rival. Si no, corre peligro de transformarse en un futbolista ocioso, aburguesado, egoísta, antiguo y al borde de la decadencia. En cambio, a los esforzados recuperadores de la pelota jamás se les reclama ninguna inflexión técnica de cierto refinamiento. No hace falta.
Si el fútbol cinco es el espacio de la diversión, ¿por qué calcar el sistema rígido dominado por señores que nada tienen que ver con nuestras rutinas recreativas? Tampoco jugamos a lo mismo que los expertos profesionales, que viven a buen resguardo de nuestra torpeza irreversible. Sin embargo, reproducimos aquellos valores. Nos obligamos a un vestigio de orden táctico y a una moral colectiva berreta en lugar de entregarnos al caos. Ya nos aflige el límite de nuestros propios cuerpos maltrechos. Por qué imponernos otros. Ajenos y absurdos como una estrategia de dominación.