La venta de Nicolás Otamendi al Manchester City en 45 millones de euros dispara infinidad de interrogantes sobre el manejo de las finanzas en el fútbol europeo, un ítem siempre sujeto a fundadas sospechas. Pregunta básica, casi un reflejo: si Nico vale eso, cuánto habría que pagar por el pase del Kun Agüero, sólo por citar a un flamante compañero del ex jugador de Vélez.
En paralelo, se conoció la transferencia de Ramiro Funes Mori, esta vez por una cifra verosímil, que de todas maneras cae como una bendición sobre los asientos contables de River. Las preguntas entonces ya no apuntan a las cifras infladas, enloquecidas, sino al aparente cambio de paradigma en la producción criolla de talentos futbolísticos.
Antes lanzábamos al mundo creativos y contundentes delanteros; ahora se imponen los defensores y en especial los marcadores centrales. De hecho, con la camiseta celeste del City hay otros dos defensores made in Argentina, lo que roza el fanatismo por parte de los británicos.
En los últimos tiempos, los clubes importantes de la Argentina han apelado al mercado internacional en su afán de cubrir zonas sensibles, para las que en otra época abundaban las promesas y las realidades. River le entregó las llaves del área al colombiano Teo (indiscutible titular hasta su intempestivo adiós) y el uruguayo Mora. Y cuando hubo que plantar un diez, Gallardo suplicó por Viudez, hasta allí un desconocido, uruguayo también, al que trajeron desde Turquía.
Boca, puesto a soñar con un enganche ingenioso y de personalidad, contrató a Lodeiro, otro oriental, y se reservó, sucesivamente, el sitial de atacante estrella a dos ejemplares repatriados y surgidos de la antigua matriz: Osvaldo y Tevez, jugadores, a esta altura, europeos.
Angelito Correa, titán del giro de 180 grados, cintura prodigiosa, es quizá el último exponente de la habilidad nacional y popular que sedujo a los despachos poderosos del Primer Mundo. Ahí tienen a Racing, pariendo para colocar de manera conveniente al gran Bou, corredor de fondo que arrancó para el cachetazo y se transformó en el goleador de la Libertadores y el animal de área más picante del fútbol argentino.
¿Habrá sido la Selección de Sabella en el Mundial de 2014? Allí, un equipo que ostentaba una colección de joyas impagables en los últimos metros de la cancha, prefirió fortalecerse defensivamente. Cualquier observador avispado extraería una conclusión instantánea: si estos, que tienen a Messi y sus cometas, eligen apoyarse en los defensores, significa que los defensores son directamente de otro planeta. ¡Cómprenlos a todos! ¡A los de la Selección y a los de los clubes, antes de que se avive la competencia!
En la reciente Copa América, por lo menos en la final, los de celeste y blanco demostraron una disposición instintiva a recular en busca de sosiego y firmeza. Una vez más, los analistas internacionales tomaron nota: lo espontáneo –y por lo tanto más genuino– del atleta argentino es defender. Los wines inspirados son sólo un canto de sirena, un engaña pichanga para compradores cándidos.
Lectura optimista del nuevo contexto internacional: el mundo ha dejado de valorarnos por nuestros espasmódicos geniecillos de medias bajas (los Ortega, digamos). Esos talentos individualistas, necesariamente caóticos y renuentes a la organización rigurosa, ya no son nuestra flor de ceibo futbolera. Ahora se nos distingue por los marcadores centrales, jugadores aplomados, aguerridos y atentos a la disciplina colectiva. De ellos se espera solvencia y respaldo, como de una compañía de seguros. Creo que, hoy por hoy, el mercado aprecia atributos más confiables en nuestros muchachos. Para los que dicen que nadie se toma en serio a la Argentina.